Vivir en lo inmediato sin exigencias es todo lo contrario a la buena educación. García y García lo señala afirmando que educar no es una actividad que pueda incluirse en las tareas productivas, sino que constituye una praxis particular, muy cercana a la creación artística y, como tal, está orientada por unos principios intrínsecos a la acción misma que son los que permiten distinguir las buenas prácticas educativas de las que no son (2012: p. 45). De aquí que, más que el desarrollo de unas competencias orientadas a la productividad, la educación debe orientarse a una acción creativa para el desarrollo en armonía del Humanismo y las Ciencias sin que medie la intención de formar individuos sólo para la meta del día.
Ya no se considera beneficioso que el adulto transmita sus conocimientos a los alumnos y se fomenta que los jóvenes se interesen por las materias siguiendo su propio ritmo. En un ambiente así no es posible enseñar porque no existe la confianza necesaria en la figura del profesor. Todavía en una visión humanística de la educación, la acción mediadora y directora del docente es imprescindible.
La opción por el autoaprendizaje de los estudiantes mata la creatividad, es contraproducente, porque cambia su estilo de formación en la misma proporción que lo dictamina el mercado laboral, este cambia rápido y se pueden ver obligados a reciclarse y cambiar de profesión. Con esta acción se refuerza la falacia de la nueva pedagogía. Los niños tienen que aprender contenidos y no el llamado aprender a aprender, pues esto lleva al dilema de tomar o no tomar decisiones. Es seguro, no van a poder hacerlo.