Con prácticamente todos los resultados de las elecciones del domingo publicados, se devela una realidad que empiezan a exponer los analistas y que editorializan medios de comunicación: la excesiva concentración de poder en el Ejecutivo y su partido.
Para algunos es grande el reto que tendrá por delante Abinader; otros ven con preocupación ese escenario casi sin contrapeso, y no falta quien empiece a advertir de los riesgos por aquello de que el poder total corrompe totalmente.
Añádase una oposición política que por débil y dispersa carecería de efectividad para un ejercicio de vigilancia del accionar de los poderes del Estado, en este caso, Ejecutivo, Legislativo y Municipal, bajo el dominio casi absoluto del oficialismo.
Pese a que los resultados electorales de febrero y mayo dan de sobra para alimentar ese tipo de reservas, consuela que no tendrían cupo en República Dominicana, donde no se cumple ninguna de las condiciones que evidencian a un régimen autoritario.
Cabe esperar que temores de esa naturaleza no lleguen a germinar en un país como el nuestro, con estabilidad económica, social y política, considerada envidiable en toda la región; con sólidas instituciones esenciales, con respeto a las libertades políticas y civiles, y con un mandatario que, si de hablar de confianza se trata, ha demostrado que su principal compromiso es con sus ciudadanos y con el respeto a la ley.
Precisamente como si estuviera persuadido de esos resquemores surgidos del arrasador triunfo del PRM, o quizá anticipándose a cualquier tipo de bellaquería propia de los que se embriagan con el poder, el presidente Abinader enfatizó la noche del domingo que por encima de cualquier sentimiento partidista su lealtad y orgullo están con el pueblo dominicano.
“Soy y seré el presidente de todos los dominicanos y dominicanas. Sin distinción, sin sectarismos, sin colores partidarios” afirma quien exhibe un excesivo celo cuando se trata de recursos públicos.
“No volveré a ser candidato”, dijo, y es que con la palabra empeñada y la Constitución en contra resultaría cuesta arriba que Abinader ceda a la tentación de transmutar los intereses generales del país en los de grupos o facciones, con lo que malograría su legado de tal manera que los historiadores pasarían por alto que gobernó con humildad durante ocho años, sin usar el poder como un bien patrimonial.