Si la humanidad, dígase gobiernos y países, hubiesen hecho caso a los cientos de proclamas y principios aprobados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en materia medioambiental, hoy quizás no estuviésemos sufriendo las consecuencias de los fenómenos destructivos que están socavando las economías de los menos desarrollados.
Por eso, el planteamiento dominicano ante la 72 Asamblea de las Naciones Unidas en Nueva York el pasado 20 de este mes, de que la comunidad internacional preste atención a los daños provocados por fenómenos naturales a los países caribeños, es justo. La declaración dominicana le atribuye la mayor potencia destructiva a los efectos del cambio climático.
El canciller Miguel Vargas y el gobierno dominicano debieron ser más específicos. Y reclamar principalmente a quienes gobiernan la ONU, que son los miembros del Consejo de Seguridad, los países más ricos, los principales causantes de más daños al planeta.
Esos países deben contribuir a la reparación de los daños en las naciones más vulnerables, susceptibles a las variaciones provocadas por el cambio climático. Pero eso es mera palabra.
Es verdad que algunas prácticas en los países más pobres, como la destrucción de hábitats, bosques y zonas protegidas, agravan el deterioro ambiental, pero son los grandes emisores de carbono quienes más daño causan.
Es un deber moral de los países más ricos auxiliar a los más débiles. Pero la solidaridad de los grandes hacia los pequeños se reduce con el tiempo. De nada valdría recordar los principios previstos en la Declaración de Estocolmo sobre el Medio Ambiente, aprobados en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, el 16 de junio de 1972.
El Acuerdo de París en 2015 sobre el cambio climático, ya ratificado por más de 90 países, abrió la esperanza de que se empezaría a trabajar por el fomento de prácticas menos destructivas sobre la tierra. Con la denuncia de ese acuerdo por el presidente Donald Trump, el desaliento es comprensible.
Los ricos deben ser más solidarios con los países más vulnerables. Mientras, los más pobres, tendrán que rascarse con sus propias uñas. Y brindarse colaboración y aliento.