La corrupción y la acción política han ido de la mano en la República Dominicana, y quizás en muchísimos países, principalmente en los de menor grado de desarrollo institucional. La corrupción con propósitos políticos tiene múltiples modalidades y suele estar acompañada de apropiaciones o robos, estafas y sobornos a costa del Estado. Ha sido una vía de enriquecimiento sistemático.
Para frenar esa cultura de estafa habría que empezar no sólo por la corrupción en el ejercicio del poder directo, sino aquella que se origina o se relaciona con la administración partidaria.
La declaración reciente del presidente de la Junta Central Electoral (JCE) Julio César Castaños Guzmán no podía ser más oportuna. Ha planteado un régimen de sanciones penales para quienes hagan mal uso de los recursos económicos que aporta el Estado a los partidos.
Lo previsto originalmente en el artículo 48 de la ley 275-97 de la JCE, mediante el cual el Estado provee fondos para el funcionamiento de los partidos, quizás perseguía fortalecer su institucionalidad y autonomía frente a los poderes fácticos. La realidad ha sido que los recursos del medio por ciento (1/2%) de los ingresos presupuestados en los años de elecciones generales y el cuarto por ciento (1/4%) en los años que no haya elecciones generales, han sido insuficientes para la burocracia partidaria y para el sistema de corrupción en que ha devenido la política.
Los RD$1,600 MM recibidos del Estado el año pasado, y según las previsiones de este año, más de RD$800 millones, resultan insuficientes para los principales beneficiarios, los llamados partidos mayoritarios, los cuales gastan sin verdaderos controles internos y externos, y peor aún, sin que haya consecuencias cuando el mal uso resulte evidenciado.
Los partidos salen caros a los contribuyentes. Y pensar que además de los aportes estatales, reciben decenas de millones de pesos del sector privado.
A esa voracidad se agrega el uso de otros fondos a conveniencia, particularmente en las campañas electorales, a todos los niveles, en el gobierno nacional y en los gobiernos municipales, sin considerar los costos de los empleos creados para atender las clientelas.
Eso debe parar. Es el momento de la reforma a las leyes 275-97 y 289-05 y de la aprobación de una ley de partidos.