Como elefante en cristalería, Donald Trump irrumpe impetuoso y en pocas semanas ha replanteado las reglas del juego a nivel mundial con mucho de garrote para persuadir y poco de zanahoria; con el empleo de la fuerza sin recompensa de contrapartida.
Habrá que esperar para ver por cuánto tiempo seguirá en esa dirección, pero entre los temas que provocan más incertidumbre y desasosiego figuran las deportaciones masivas e indiscriminadas.
Etiquetar al migrante en una tábula rasa como delincuente o violador de la “ley”, lleva a cometer injusticias.
Una persona no emigra porque sí; por placer o aventura. Está científicamente comprobado que, además de procurar una situación económica más favorable, se busca una mejor calidad de vida, mejores condiciones laborales, educativas, sanitarias y hasta inciden factores políticos y socioambientales.
Los dominicanos sabemos y podemos hablar con propiedad sobre migración y deportaciones, no solo por ser un país de migrantes sino porque tenemos a los haitianos de vecinos, razón por la que resulta incomprensible que haya entre nosotros gente que apoya las deportaciones de Trump mientras critica, dizque por inhumanas, las de Abinader.
Cada nación tiene derecho a establecer una política migratoria y la manera de acoger a extranjeros.
Esto es absolutamente incuestionable, pero ante una embestida como a la que asistimos, hay que llamar la atención sobre excesos, abusos e irrespeto a garantías elementales de derecho y dignidad humana.
A propósito de que se absolutiza el ropaje de delincuente a todo inmigrante, quizá puede “colarse” uno que otro, hasta decenas y miles, pero no son delincuentes ni pertenecen al Tren de Aragua los casi 8 millones de venezolanos fuera de su país de origen, el segundo mayor desplazamiento del mundo según la OIM.
Tampoco lo es el 8 % de la población de Guatemala que vive fuera y hace travesías inenarrables para llegar a EE.UU., ni el 18% de la población cubana (datos de 2022-2023), ni los 1.5 millones de nicaragüenses casi obligados a vivir en el exterior.
La migración es un fenómeno que seguirá existiendo, y todas las personas que deciden movilizarse tienen derecho a una vida digna. El reconocimiento, la integración y la regularización de su situación conforman el primer paso para garantizar ese tipo de vida, lo que no quita, subrayamos, la soberanía de cada nación al establecer su política migratoria.