La actividad comercial es uno de los motores dinamizantes de la economía. Con ella se presta inestimables servicios a los consumidores. Pero tiene que realizarse de acuerdo con la ley. La libre iniciativa comercial o empresarial no puede llevarse de encuentro las normas ni los derechos de las personas, lo mismo que el ornato y el adecuado entorno en las ciudades.
El vehículo usado es una oportunidad para las clases medias de relativos bajos ingresos y eso ha permitido que más personas entren a ese negocio. Pero quienes lo hacen no siempre tienen las instalaciones para mostrar sus ofertas. Se origina otro régimen de informalidad.
La venta de vehículos usados está en expansión y nueva vez el gobierno ha debido, a través de la Dirección de Aduanas, establecer una norma mínima de restricción de la importación de esos aparatos: que no tengan más de cinco años de fabricación.
Así descubrimos en calles y avenidas, en cualquier parte de la ciudad, cómo esos emprendedores utilizan las aceras y las mismas calles para estacionar permanentemente los vehículos. Crean molestias a los transeúntes y con frecuencia a los vecinos.
Pero nadie los regula. En los tres municipios del Gran Santo Domingo observamos una complaciente tolerancia de las autoridades municipales, que se conforman con cobrarles los arbitrios.
Pero eso no está bien. Los vendedores de vehículos tienen todo el derecho de hacer y seguir con sus negocios, pero no se pueden apropiar de las vías públicas.
Lo más lamentable es que las autoridades municipales los acojan.
Sorprende cómo la eficiente Autoridad Metropolitana del Transporte (AMET) no tiene ojos para ver esta situación que tanto degrada los entornos urbanos