Asumir una actitud de confrontación o una defensa más allá de la racionalidad podría resultar imprudente para el liderazgo oficialista, desde el gobierno mismo o desde las filas partidarias, en relación al estado de ánimo prevaleciente en la sociedad como consecuencia del escándalo que envuelve a la empresa brasileña Odebrecht.
Por eso, no parece inteligente que se vea más allá de lo que es el movimiento que repudia la corrupción. La lucha contra ese flagelo es global, afecta un amplio abanico de instituciones, incluida una de las más importantes, cuya misión es precisamente promover los valores más elevados de integridad y moralidad, sea mediante la fe o el compromiso social.
Lo fundamental es que haya consecuencias. Que quienes se aprovechan de las posiciones desempeñadas en la administración pública y cometen ilícitos paguen por sus hechos, sin considerar que haya sido en la actual o en pasadas administraciones.
El movimiento que recauda apoyo mediante firmas para que sean procesados los responsables de esos actos, canaliza un sentimiento social que debe ser comprendido por quienes gobiernan, que se suponen garantes del buen hacer en el manejo de la cosa pública.
Ningún estamento social puede en forma alguna ser insensible frente a las demandas de justicia. No puede prevalecer la impunidad y menos cuando se trata de los bienes del pueblo.
Tiene que procederse de acuerdo con la ley. La judicialización del caso es lo que indica la norma. Para eso están los tribunales. La decisión del Ministerio Público de presentar el expediente sobre los sobornos de Odebrecht debe seguir el curso previsto.
En esa actitud debe coincidir todo el mundo. Claro, igual hay que entender que existe un alto grado de indignación social, y que el ejercicio de la protesta cae dentro de los derechos ciudadanos, siempre en el marco de la ley.
Corresponde a la justicia decidir quiénes han de responder por sus actos. Ni más ni menos. La impunidad debe llegar a su fin.