Las muertes de mujeres, causadas por parejas o exparejas, por hombres con los que han tenido o tienen una relación de convivencia, constituyen un problema demasiado viejo que se presenta como una lacerante realidad aparentemente casi imposible de erradicar.

Mientras las autoridades trazan políticas, diseñan estrategias y construyen casas de acogida para mujeres maltratadas o en peligro, la sociedad dominicana vive en medio de una cultura de cosificación de las mujeres, que comienza con la hipersexualización de las niñas y los antivalores con los que crecen nuestros jóvenes.

La violencia machista que sufren las mujeres suele darse por igual en los sectores pobres y vulnerables como en la clase media alta, porque desde siempre cada hecho violento se asume con la indolencia de que “en problemas de marido y mujer nadie se debe meter”. Resulta, además, que cuando se empiezan a contabilizar los feminicidios, ocurre que nunca hay plena coincidencia entre las cifras que ofrecen las instancias oficiales y las que dan las organizaciones de la sociedad civil y ONG que abordan el tema, que siempre son superiores.

Ahora que renace el tema, cabe recordar que para el año pasado la Fundación Vida Sin Violencia informó que de 68 asesinatos de mujeres, 48 ocurrieron en sus hogares, 54 de las asesinadas tenían menos de 35 años y 28 feminicidios fueron con armas de fuego que no se sabe si los victimarios portaban legalmente.

Es una conducta criminal con la que la sociedad no puede contemporizar, aunque en ocasiones las autoridades, al manejar frías cifras y cruzar los datos de un año con otro insinúan una especie de conformidad ante una presunta tendencia a la baja, cuando la sola muerte de una mujer, o un solo hecho de violencia contra cualquiera de ellas ya es suficiente para preocuparse, conmoverse, y considerarlo un reto.

Las autoridades tienen que dar respuestas desde la escuela, lo que parece difícil con un sistema educativo muy condicionado, pero también la sociedad tiene que cuestionar las desigualdades y la discriminación que sufren las mujeres y su defensa o protección contra la violencia no puede quedarse solo en floridas promesas políticas.

Ante ese desafío que representan los feminicidios, es imperativo empezar a desaprender esa cultura de roles de superioridad que lleva al preconcepto de mía o de nadie, y que termina con el asesinato de una mujer y el suicidio de un cobarde.

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