Se escucharán hoy seguramente, en el Día de la Mujer, loas y galanteos por su importantísima función en la sociedad.
Se dirá que es más trabajadora y seria que el hombre; que es mayoría en las universidades y que cada vez hay más ejecutivas y directoras de empresas.
Unos pocos tomarán el tema de los feminicidios y muchos otros el de la abnegación de las madres solteras, pero en el fondo se ocultará lo esencial: que la mujer sigue relegada.
Ha avanzado, no tanto como debiera, gracias a su propia lucha, pero es mucho el espacio que se le niega.
Aunque no está mal que exista un día especial para reconocer el papel de la mujer en todos los órdenes de la vida y de la sociedad, ese reconocimiento no debiera ser cosa de un día ni una excusa para discursos, sino que debería ser una cuestión permanente.
Las mujeres necesitan que ese amor y respeto que se les pregona no queden solo en poses; podría expresarse, por ejemplo, con la inclusión en el Código Penal de las tres causales para interrumpir un embarazo, un problema de salud pública que afecta de manera desproporcionada a las mujeres más pobres.
No es la única tarea pendiente, también hay que empezar a superar el hecho de que siguen atrapadas en reglas sociales machistas, que normalizan agresiones como los piropos callejeros que son una forma inaceptable del acoso, o prejuicios primitivos como que deben pedir permiso para salir, como si fueran propiedad privada de sus parejas, y esto es apenas una mínima parte del atraso en que vivimos como sociedad.
Valdría la pena, para enaltecerlas, enfrentar con seriedad la educación sexual y la prevención de los embarazos en adolescentes, dotarlas de una conciencia crítica que les permita aceptarse sin el corsé de los estándares de belleza de la sociedad de consumo, inducirlas a formarse como personas pensantes.
Hoy se celebra el Día internacional de la Mujer, pero tal vez sea también una jornada ideal para repensar la masculinidad y entender que no es posible seguir tratándolas como lo hacemos.
