Las reacciones individuales y sociales sobre las actitudes de determinados actores públicos se centran en la censura ácida a quienes han traicionado la confianza depositada por el pueblo para ejercer funciones en el Estado. El peso de la indignación no siempre lleva a pensar en el daño a las instituciones.
El impacto que tienen los comportamientos indebidos sobre órganos como el Congreso Nacional, que es una instancia fundamental del sistema democrático, no hay forma de medirlo, al margen de la obvia degradación de la imagen y el deterioro de la percepción en la sociedad.
Y ni hablar de la degradación de la dignidad de un cargo como el de legislador. Al final no se ve el comportamiento individual, sino que el daño recae sobre todo el cuerpo, sobre la institución misma.
Es verdad que para muchos simplemente se trata de una mancha más sobre el tigre, pero si se aparta alguna pizca del cinismo social, el golpe es demasiado grande. Porque es que se desfigura de manera casi rotunda la función de una instancia de primer orden del sistema político llamado a contribuir en la preservación de los bienes públicos mediante una labor de fiscalización, sea mediante las previsiones del artículo 93 o las contenidas en el artículo 246 de la Constitución.
¿Con qué calidad moral puede el Congreso de estos tiempos tomar iniciativas orientadas a fiscalizar el patrimonio, los ingresos, gastos y uso de los fondos públicos, cuando algunos de sus miembros han atentado contra los mismos, según las cuentas del Ministerio Público?
La realidad es que ni siquiera lo pensarían. Más bien sus miembros deben estar concentrados en cómo rebasar el temporal.
Son estas las circunstancias que llevan a muchas personas a perder las esperanzas en el destino de una sociedad cuyos líderes traicionan la obligación contraída.
El debilitamiento de la institucionalidad democrática es evidente, y a decir verdad, no hay cómo repararlo en corto tiempo.