No está en discusión el hecho admitido a nivel global por la propia Odebrecht: sobornó en América Latina y África para concursar con ventajas para decenas de proyectos. Hay una fuerte presión social que levanta la bandera de la justicia contra la impunidad. Y también, en medio de ese río revuelto, se desatan pescadores con ansias corrosivas de sacar las mejores ganancias. En ese maremágnum de trascendencia continental se asecha.
La sociedad y el mismo gobierno dominicano han sido estremecidos. Igual que en otros países. Lo ideal es que haya soluciones institucionales, dentro del marco de la ley y la Constitución de la República. Desde el principio ha habido un interés manifiesto de golpear a lo más alto, a la figura que simboliza la expresión ejecutiva de la institucionalidad, el jefe del Estado en la persona de Danilo Medina.
Que si Odebrecht le financió la campaña, que si fue beneficiario directo de fondos provenientes de esa compañía. Si influyó para favorecerla con canonjías o favores extraordinarios como paga. Todas esas expresiones tienen un fin más que manifiesto.
Esa intencionalidad es un riesgo para sus auspiciadores, pero singularmente para el país. La realidad es que las insinuaciones o abiertas acusaciones no han encontrado asidero. Al menos no han podido ser presentadas.
Quizás el silencio habitual del presidente Medina ha permitido que las versiones cuestionadoras cobren fuerza. Parece preferir que la simple realidad se vaya imponiendo a las especulaciones.
En cualquier caso, tirar maliciosamente a la figura del Presidente no es buena idea cuando no se presenta ningún fundamento. Se apuesta a la descalificación.
¿Acaso se auspicia la desconfianza colectiva hacia el Presidente? ¿Se contribuye a la institucionalidad con un proceder de esa naturaleza?
¿Qué se busca?
El combate de la corrupción y la impunidad debe someterse al marco que establecen las normas institucionales y legales en la República Dominicana.
Ir más allá es apostar al caos. Es un camino peligroso.