El asesinato en Haití el jueves pasado de los periodistas Wilguens Louissaint y Amady John Wesley a manos de una pandilla que operaba en Laboule, en las afueras de Puerto Príncipe, trae de nuevo a la agenda los peligros en ese país, en la región y en el mundo para el ejercicio cabal de la profesión.
Ese suceso en Haití, en el que un tercer comunicador pudo escapar y cuando ese país sigue bajo el control de pandillas, quizá haya quien lo minimice, pero no.
Hay que inscribirlo en el panorama adverso para la libertad de prensa en Latinoamérica, potenciado por la pandemia y su impacto económico en los medios de comunicación.
A nivel mundial, la Unesco está pidiendo más seguridad para los periodistas y nuestra región no está en su mejor momento en cuanto a la libertad de expresión, a juzgar por los asesinatos de periodistas, cuya lista en 2021 fue encabezada por México con nueve de los 55 que hubo en el mundo según el Observatorio de Periodistas Asesinados de la Unesco.
Magro consuelo es que los 55 asesinados el año pasado son, según esa misma entidad, la cifra más baja en más de 10 años, pero la impunidad generalizada persiste pues el 87 % de los casos no está resuelto.
Esa impunidad, descontamos, primará en los casos de los periodistas haitianos Wilguens y Amady, por lo que desde cada rincón donde haya un periodista y un medio independiente hay que reiterar, citando a Amnistía Internacional, que la libertad de expresión “es un derecho para vivir en una sociedad justa y abierta”.
En República Dominicana habrá que recordar a los aprovechados que denuncian dictaduras en cada hecho aislado y que mientras abusan de la libre expresión afirman que no existe, que en lo fundamental los dominicanos tenemos una prensa libre.
Quizá debiéramos prestar más atención a la autocensura, que ni siquiera está medida, aunque no son pocos los que callan o se amilanan y temen defender lo que creen por miedo al peso social de los que lapidan y descalifican al que disiente.