A dos semanas del colapso del techo en la discoteca Jet Set, hay algunas conversaciones que conviene sostener. Luego de un evento que nos ha conmocionado profundamente como ciudadanía, que remueve hasta los cimientos las fibras de todas las familias, queda por delante el proceso de recuperación.

Por un lado, entre fallecidos y heridos, alrededor de 400 hogares se vieron afectados por un hecho sin precedentes. Una tragedia, que como escribió recientemente Junot Díaz, atravesó todas las clases sociales de nuestro país.

Sin temor a equivocarme, puedo decir que todos conocemos a alguien afectado directamente por este hecho o sabemos de alguna víctima. Lo que explica por qué ha sido una política oportuna el anuncio hecho recientemente por el Gobierno dominicano, que afirma que se facilitaría asistencia a las familias afectadas.

Hay que considerar que las niñas y niños que perdieron a uno o ambos padres, hoy precisan de apoyo emocional. Sus posibilidades de autonomía se reducen al perder el refugio de quienes los protegían. Y lo mismo sucede con adultos mayores que vivían en situación de dependencia, igual que algunas personas con discapacidad severa.

Es decir, las primeras medidas de protección social son oportunas y necesarias. Se trata de una línea de acción de la que debemos estar pendientes, porque más allá de la ira, el luto y la sed de respuestas y justicia; hay quienes tienen por delante unas vidas marcadas física y emocionalmente por esta tragedia.

Y en este escenario, hay un grupo que requiere un seguimiento específico: quienes han adquirido una condición de discapacidad como resultado directo del colapso. Algunas de estas personas podrán recuperarse parcialmente con el tiempo, otras enfrentarán secuelas permanentes. Hay casos con amputaciones, lesiones medulares, fracturas expuestas, traumatismos craneoencefálicos severos y daños en la visión o la audición. Muchos de estos diagnósticos modifican drásticamente la vida cotidiana, la movilidad, la autonomía y la forma en que una persona se relaciona con el entorno físico y social.

El acompañamiento a estas personas no debe limitarse al plano médico. Es imprescindible que el Estado, las empresas y la sociedad reconozcan las barreras adicionales que suelen enfrentar quienes adquieren una discapacidad en un país donde todavía persisten formas de exclusión normalizadas. Una de las más recurrentes ocurre en el ámbito laboral. En la República Dominicana, muchas personas son desvinculadas casi de inmediato de sus puestos de trabajo en cuanto adquieren una discapacidad. En la práctica, esto significa que pierden sus ingresos, su seguro médico, su estabilidad económica, justo en el momento en que más lo necesitan.

Esta conducta no tiene base legal. El marco jurídico dominicano establece mecanismos claros para estos casos. La Ley 5-13 sobre Igualdad de Derechos de las Personas con Discapacidad, junto con la Ley 87-01 de Seguridad Social, contempla procedimientos específicos que deben agotarse antes de declarar una incapacidad laboral. Lo primero que debe hacerse es una evaluación del puesto de trabajo. Si la persona puede seguir desempeñándolo con adaptaciones razonables, la empresa tiene la obligación de permitir que continúe. Si no es posible, el empleador debe evaluar si existe otro cargo dentro de la misma organización donde la persona pueda reubicarse. Si tampoco hay vacantes compatibles, debe coordinarse con otras instituciones públicas o privadas para explorar opciones. Solo después de agotar todas estas alternativas y con el respaldo de evaluaciones técnicas, puede establecerse legalmente que una persona no está en condiciones de trabajar.

Sin embargo, esta ruta rara vez se respeta. En la mayoría de los casos, los empleadores actúan con inmediatez y desvinculan a la persona sin darle la oportunidad de recuperarse ni de adaptarse a su nueva condición. Yo podría citar al menos cinco casos en los que grandes empresas de nuestro país desvincularon a empleados tan pronto adquirieron una discapacidad, a pesar de figurar entre grupos de entidades que promueven la inclusión.

Esta práctica vulnera derechos, agrava la exclusión y debilita el tejido social. En un escenario como el actual, con decenas de personas afectadas por lesiones graves, el respeto a ese procedimiento adquiere mayor relevancia. No se trata solo de cumplir una ley. Se trata de permitir que las personas puedan vivir sus procesos de recuperación sin la amenaza de perder todo lo que han construido profesionalmente.
El Ministerio de Trabajo debe activar sus mecanismos de supervisión. Los equipos de intermediación laboral para personas con discapacidad deben estar operando desde ya, no como medida reactiva, sino como política preventiva. El Consejo Nacional de Discapacidad (Conadis) también debe acompañar institucionalmente estos casos, garantizar que se respeten los derechos establecidos por ley. Y los gremios empresariales tienen una oportunidad de mostrar liderazgo ético: brindar estabilidad, adaptar entornos laborales y promover una cultura inclusiva, en vez de excluir.

Del lado de la protección social, el gobierno ya ha anunciado medidas de asistencia para las familias afectadas. Es importante que estas medidas incluyan programas de inserción laboral, apoyo psicológico prolongado, y cobertura para servicios de rehabilitación física, terapias ocupacionales, tecnología asistiva y medicamentos. El sistema de salud también debe incorporar protocolos de atención continuada para lesiones crónicas asociadas al evento. No basta con sobrevivir al colapso; lo importante es que las personas tengan condiciones reales para reconstruir sus vidas.

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