Aunque en nuestro ordenamiento hay penas fijas, en la mayoría de delitos se prevé una escala de ellas, con un mínimo y un tope máximo (3 a 20 años, por ejemplo). Así, aunque esto no los libera de la obligación constitucional de motivar las sentencias, se considera que la determinación de la pena en cada caso constituye una cuestión de la soberana apreciación de los jueces que, si se mantienen dentro de la escala, no está sujeta a control de casación y, hasta la fecha, no ha sido censurada por el Tribunal Constitucional (Ver Sentencia TC/0423/15). No es extraño que para casos similares (incluso por el mismo juez) se dicten sentencias muy dispares en cuanto a la cuantía de la pena.

Tal comportamiento judicial, aparte de ser un indicador de arbitrariedad y de trato desigual, afecta la seguridad jurídica y dificulta la predictibilidad de las penas. La falta de predictibilidad, a su vez, hace más difícil llegar a soluciones negociadas de los casos, pues allí donde siempre es posible, sin atención a consideraciones objetivas, que el juez imponga tanto la pena mínima como la máxima, los litigantes se verán siempre tentados a ir a juicio y que sea lo que Dios quiera (en este caso, el juez). Para orientar esa labor del juez, el Código Procesal Penal establece, en su artículo 339, unos criterios de determinación de la pena que deben ser tomados en cuenta a la hora de imponer la pena en cada caso concreto. Estos criterios abarcan el grado de participación del imputado, sus móviles, su conducta posterior al hecho, sus características personales, su educación, su situación económica y familiar, oportunidades laborales y de superación; las pautas culturales del grupo al que pertenece, el contexto social y cultural; el efecto futuro de la condena en el imputado y sus familiares, sus posibilidades reales de reinserción social; el estado de las cárceles y las posibilidades reales de cumplimiento de la pena, así como la gravedad del daño causado a la víctima, sus familiares y la sociedad en general.

En los Estados Unidos y en Puerto Rico, existe una Comisión de Guías de Sentencia, cuya misión es establecer -y mantener actualizadas- un conjunto de directrices para determinar la pena aplicable.

Aunque no son obligatorias, constituyen una formidable herramienta para predecir, en función del tipo penal, las características del caso y las del imputado, la pena que aplicaría el juez. En sus esfuerzos de optimización del proceso penal, el Poder Judicial, el Ministerio Público y la Defensa Pública, han empezado a contemplar el impulso de unas guías similares. Estoy seguro de que unas guías de sentencia, junto a una cultura de acuerdos asentada en el convencimiento de que el fiscal ha realizado una investigación cumpliendo el debido proceso y “tiene un caso” que conducirá a una condena predecible, contribuirá a un sistema de justicia en el que no todos los caminos conduzcan al juicio.

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