Tal vez la necesidad inmanente al ser humano de protegerse de las cosas que provocan dolor en medio del dolor, la crisis económica y sanitaria provocada por la pandemia del covid-19 nos ha hecho olvidar rápidamente los momentos de fuerte tensión social y política que vivían Chile, Colombia, Ecuador y Nicaragua, justo antes del inicio de la pandemia. Los reclamos ciudadanos por una mayor equidad en la distribución del ingreso, el acceso a mayor y mejor educación y salud, a pensiones dignas y a una mayor calidad de la democracia, aún resuenan en las calles de las capitales de esas naciones sacudidas por la intensidad de las reivindicaciones exigidas.
Al cierre del 2019, las encuestas en los tres primeros países mencionados reflejaban el bajo nivel de apoyo ciudadano a las ejecutorias de esos gobiernos, con tasas de desaprobación superiores al 70% y hasta un 90% en el caso de Chile. Estos resultados y la naturaleza de los reclamos, evidenciaron un significativo deterioro del contrato social que servía de fundamento a las relaciones entre gobernantes y gobernados en esas naciones, entendiendo el contrato social como la aceptación voluntaria de los ciudadanos de la autoridad, así como las leyes y normas que rigen el estado y los derechos y deberes que derivan de su aceptación.
A pesar de los avances logrados en las últimas décadas, los datos previos a la pandemia seguían reafirmando a Latinoamérica como la región más desigual del mundo. En el período 2000-2018, la concentración del ingreso medido por el índice de Gini había caído de 53.3 a 45.7, donde 100 refleja una perfecta desigualdad, mientras que los países OCDE alcanzaron un índice de 33.2 en ese último año.
Hoy día, el concepto de desigualdad se ha extendido hacia otras dimensiones mucho más allá de la distribución del ingreso, pero en casi todas ellas los países latinoamericanos presentan brechas importantes respecto a los países miembros de la OCDE. La crisis del covid-19 exacerbará las inequidades previas, acentuando el deterioro del contrato social, debido a una mayor fragmentación de un tejido ya débilmente cohesionado antes de la pandemia.
El gasto público deberá jugar un rol fundamental para mitigar los efectos de este deterioro y, eventualmente, superar las brechas que tipifican esas desigualdades. Solo con un gasto efectivo y en monto apropiado podrá los países de la región avanzar en el cierre de brecha en el ingreso, ampliar las oportunidades y la calidad en educación y salud, cerrar las brechas de género, étnicas, territoriales, de acceso al crédito, o para superar los efectos de los choques externos en los más empobrecidos.
Economías caracterizadas por baja presión tributaria, cuentas fiscales exhaustas por el gasto para enfrentar la pandemia y, en general, altamente endeudadas y poco espacio fiscal para reasignar recursos, más un contexto económico y social desfavorable para mejorar su situación a corto plazo, no convocan a un escenario para hacerse ilusiones en torno a una evolución favorable de la equidad distributiva. Probablemente seremos testigos de un retroceso en la distribución del ingreso y en otras dimensiones de la desigualdad que tomará décadas recuperar, respecto a la situación previa a la crisis.
La pandemia también dejó como legado efectos negativos en las economías más desarrolladas dificultando que, por el momento, estas puedan acudir al rescate de las economías menos desarrolladas. El ascenso de Joe Biden a la presidencia de los Estados Unidos, con mayor sensibilidad por las políticas multilaterales, abre una ventana de oportunidad para pensar que, en el futuro, se pudiesen diseñar programas de alivio de deuda pública. Que así sea.