Leonel Fernández lo intenta otra vez. Quinta vez, cuarta por la presidencia, tres gobiernos a cuestas. Su nombre aparece cada cuatro años como un fantasma, con la misma mezcla de admiración y escepticismo. Que ya tuvo su tiempo, que la historia no suele ser amable con los reincidentes, que el relevo es urgente. Pero también que la política no perdona la inexperiencia, que la veteranía es un grado, que su liderazgo pesa más de lo que muchos quisieran.
Esta vez, sin embargo, hay un factor distinto. No es solo la fatiga del electorado ni la frialdad de las encuestas. Es la sombra que camina a su lado, pero con luz propia: Omar Fernández, su hijo. Joven, carismático, bien valorado, sin los desgastes de su padre. Para algunos, la evolución natural del apellido. Para otros, la misma maquinaria con una cara nueva.
Y aquí el dilema: ¿le toca esperar o tomar su turno? En política, el poder no se hereda con la voluntad del patriarca, se conquista. ¿Puede Omar crecer sin desafiar a Leonel? ¿Puede Leonel sostenerse sin que su hijo parezca una opción más viable? La historia está llena de sagas que supieron administrar la transición y de otras que implosionaron en luchas fratricidas.
El PLD y la Fuerza del Pueblo miran la escena con un ojo en la nostalgia y otro en el futuro. La pregunta no es quién puede ganar, sino quién puede gobernar después. Omar es la renovación sin la ruptura, pero sin el andamiaje que construyó su padre. Leonel es la estructura, la maquinaria, el político sin romanticismos.
Tal vez el tiempo lo resuelva solo. Tal vez Omar termine siendo la carta que nadie se atreve a jugar demasiado pronto. O tal vez Leonel se imponga otra vez, con la fuerza de quien ya ha estado ahí. Lo único seguro es que, en política, cuando padre e hijo vuelan juntos, uno aterriza primero. Y a veces, la cuestión no es quién llega más alto, sino quién sobrevive mejor al aterrizaje.