Vivo en Bella Vista desde que era un sector con alma. No un catálogo de torres. No una maqueta de concreto al rojo vivo. Era una zona con puertas abiertas, vecinos que se saludaban y calles que daban ganas de andar. Ahora dan ganas de correr. O de no salir.
Antes se escuchaban pajaritos. Hoy despiertan los martillazos: una obra que comienza a las siete y no termina nunca. Construyen como si el Apocalipsis se evitara con un penthouse de vista al desastre.
El problema no es crecer. Es crecer mal. Sin orden. Sin tregua. Sin sentido. Donde hubo una casa, ahora hay veinte pisos. No importa si no hay agua, ni parqueo, ni sombra. Solo importa vender. Levantan otra torre como quien mueve una ficha de dominó. Así, Bella Vista se volvió un embudo de concreto y ansiedad.
El tapón empieza antes del café. El ruido es constante. Los motoristas cruzan como proyectiles. Los repartidores corren como si compitieran en una carrera sin reglas. Los carros se parquean donde pueden —o donde quieren— porque ya no hay dónde. Y los peatones, los últimos románticos, caminan por la calle, esquivando retrovisores y rogando no morir en el camino al Mirador Sur.
Los semáforos son adornos. La bocina reemplazó al diálogo. Todo suena. Todo vibra. Todo molesta. La ciudad entera parece un animal con insomnio.
Y uno, terco, mira al cielo buscando tregua. Pero el cielo ya no se ve. Lo tapan los pisos 17, 18, 19. Y los que vienen, porque siempre vienen más edificios.
Bella Vista no tiene espacio para un árbol más, pero sí para otra torre. Otra plaza. Otro local de sushi. Otra excusa para decir que “el barrio está de moda”, como si vivir entre polvo y bocinas fuera un sueño aspiracional.
Y, sin embargo, seguimos viviendo aquí. Aferrados a la nostalgia. A la memoria de lo que fue, donde crecieron mis hijas. Sigo creyendo —o fingiendo creer— que esto alguna vez fue habitable, con la esperanza, cada vez más remota, de que alguien frene. Organice. Aunque ya sea tarde.