“No se puede luchar contra el ‘sistema’ sin inventar,
al mismo tiempo y en el plano de la práctica,
nuevas formas de sociedad y de política.”
Christian Laval
En el escenario latinoamericano de la lucha por formas de organización política superiores a las que sucedieron a las dictaduras hará falta entre otras cosas identificar y denunciar a los políticos -generalmente de segunda o tercera clase- que, por no entender la política y la necesidad de proyectos políticos y económicos, se hacen de un aura moralizante que oculte sus falencias. Los ejemplos en nuestra América son numerosos (Fujimori, Revolución Democrática, etc.) y sirven también para castigarnos con la falsa idea de que el sistema político funciona, y de que su perfección se conseguiría si se eliminara la corrupción. Marcelo Moriconi hace la síntesis en forma impecable: “La premisa es simple: el régimen político es óptimo, el problema es que hay corrupción. Si eliminamos el flagelo, viviremos felices y en armonía. Administración sí, política no.”
Pero resulta que no es cierto que si se elimina la corrupción la felicidad estará a la vuelta de la esquina. Hay conductas de las élites que han normalizado prácticas francamente delictuales las cuales quedan fuera de la “competencia” de la sociedad civil que no las denuncia como son, por poner solo un ejemplo, las inversiones en los paraísos fiscales y el gasto tributario. ¿Sabía usted que hay países en que las exenciones tributarias alcanzan 4.9% del Producto Interno Bruto (PIB)? Ambas prácticas superan ampliamente los volúmenes de dineros fiscales apropiados por verdaderas mafias que hasta pueden llegar a pasearse por los tribunales sin sanción alguna. ¿A quién se le ocurriría negar que esas prácticas nocivas forman parte del acuerdo explícito o tácito de las élites en búsqueda de una legitimidad que no se logra con la denuncia de la corrupción?
Pero hay más en esta fiesta de máscaras. Nada mejor para esquivar los problemas estructurales y evitar la política, que la exigencia de transparencia. Marcelo Moriconi destaca que la transparencia es un fenómeno de la estética y de la óptica que termina acabando con la moral. Es muy ilustrativo de ese fenómeno el cuento de quien se apresta a tomar del supermercado un artículo que ha decidido no pagar y su acción se detiene cuando descubre la cámara que lo ha de condenar: es el temor y no la conciencia moral la que impide el robo. Byung-Chul Han, el filósofo coreano, le otorga dos consecuencias a la inoficiosa preocupación por la transparencia: transformar a los ciudadanos en espectadores y ocultar que no es transparencia lo que hace falta. La carencia es de confianza y cuado esta insuficiencia escala más allá de lo que la sociedad puede asimilar, ocurren hechos como el estallido social del octubre chileno de 2019 o las recientes protestas multitudinrias del pasado octubre en Panamá.
En la sociedad distópica que vivimos, donde nos quieren hacer creer que el futuro es un riesgo, los paladines de la anticorrupción son eficientes promotores del miedo. Ni hablar de lo que una abogada panameña llamó los “tránsfugas de la sociedad civil” que han descubierto el momento exacto para huir hacia el Estado (corrupto) o que han descubierto que la mejor forma de disminuir la pobreza es cambiar el método para medirla. O quienes en la carrera por una candidatura descubren que los corruptos son siempre los otros.
En la construcción de futuro hará falta siempre evitar los fuegos artificiales, lo vacuo, los santones sin sustancia, los políticos y políticas sin mañana, es decir, sin utopía.