La lluvia, cuando es tenue y fina, es cosa de poesía. “Las gotas de lluvia besan la tierra murmurándole”, escribió Tagore, pero si cae torrencialmente y por mucho tiempo como ayer, ya es motivo de preocupación. Parecía que los capitaleños estuvieron a salvo porque no llegaron los aguaceros pronosticados por el huracán Beryl, pero la naturaleza se vengó de los que quisieron burlarse y ha llovido a cántaros, y como por arte de magia la ciudad exhibió su fragilidad con sus principales vías inundadas en un santiamén, y el consecuente pandemónium del tránsito. Más que sorprendernos, deberíamos acostumbrarnos a estos cambios bruscos que nos advierten que no podemos seguir indiferentes ante el fenómeno del calentamiento global y, en consecuencia, del cambio climático.

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