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La inusitada penetración de las redes sociales ha hecho que mucha gente viva más en ese ecosistema que en la vida real, que para muchos sea más importante postear lo que comen, los lugares que visitan, los regalos recibidos o las cosas que adquieren, que tener el placer de disfrutarlos, que no sientan ningún rubor de compartir con extraños sus fotos familiares, ni ningún temor de hacer público su tren de vida a pesar del evidente peligro que esto conlleva, y que un número cada vez más alarmante de personas se limite a informarse en fuentes para nada confiables, y estén dispuestos a repetir como papagayos falsedades, o teorías y datos sin ningún fundamento.

Esto ha generado cambios significativos no solo en las relaciones entre las personas que cada vez se hablan menos con sus próximos y se comunican más con desconocidos de cualquier parte del mundo, en el periodismo, las relaciones públicas y el mercadeo comercial y político, sino también en el liderazgo, pues hoy en día muchos se convierten en ídolos o en “influenciadores” solo por el contenido que comparten en sus redes sin que muchos se detengan a pensar en lo positivo o negativo de los mensajes que difunden, y no solo a nivel social, sino político, como se ha comprobado en procesos eleccionarios recientes en los que vender una imagen de persona exitosa, fuerte y triunfadora, así como tener una narrativa atractiva aunque sea mendaz, incorrecta y negativa, basta para eclipsar oscuras y alarmantes realidades.

En ese universo de las redes no hay rigor científico para analizar los hechos, ni respeto a las normas elementales de lenguaje y de conflictos de interés, para informar claramente cuando se promueve algo a cambio de un interés económico, ni muchas veces celo alguno por la privacidad y se expone públicamente la vida de las personas como si se tratara de telenovelas en las que los espectadores siguen con interés los amores y desamores de sus protagonistas, y se disgustan si el final no es el que esperaban.

Sin embargo, esa total apertura para exhibir opulencias, o pretenderlas, para compartir situaciones personales, cambia a una total cerrazón cuando aquello que hicieron público va mal y entonces claman por respeto a la privacidad, o se trata de ofrecer datos que son de interés público, como es el caso de las instituciones cuyos incumbentes muchas veces caminan bajo el lente de los fotógrafos que los escoltan para subir fotos y videos a sus redes como forma de promoción personal, pero generalmente son poco dados a ofrecer informaciones o a someterse a entrevistas públicas; aunque justo es admitir que otros por el contrario han buscado tener un acercamiento en tiempo real y sin filtros con la prensa y con la gente. Por eso también, a pesar de tener una ley de acceso a la información pública, cada vez más se busca la forma dificultar ese acceso, y se hace incluso que datos ordinarios que deberían ser ofrecidos se sometan a la rigurosidad del procedimiento para muchas veces obtener respuestas vacuas.

La reciente política de protección de datos en el ámbito judicial contestada por la sociedad dominicana de diarios indica estar fundamentada en el derecho constitucional a la intimidad y en la Ley 172-13 de protección de datos personales asentados en registros públicos, aunque en realidad no le aplica, así como en convenciones internacionales y en una tendencia que se ha estado dando en distintos países. La pregunta que debemos hacernos es qué debemos proteger, y cómo equilibrar el derecho a la información con el derecho a la intimidad, para no caer en la trampa de satanizar todo lo que busque respetar la intimidad, pero mucho menos en la de maquillar o silenciar verdades y realidades incontestables bajo el alegato del derecho al olvido. Curioso contraste de la era en que vivimos pues mientras más la gente exhibe su vida en las redes sin rubor y sin respetar incluso el derecho a la intimidad de sus hijos menores, más trabas hay para el libre acceso a las fuentes de información confiables como los registros públicos con base en el respeto a la intimidad, quizás porque en esta civilización del espectáculo muchos aspiran a reescribir el guion de sus vidas y adornarlo con situaciones falseadas, y silenciar las verdades incómodas. Por eso en este tiempo de mentiras disfrazadas de posverdades, debemos más que nunca buscar y exigir el acceso a la verdad.

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