Mucho se ha escrito sobre la crisis de las instituciones públicas: la justicia, los partidos, las iglesias, las academias, los valores cívicos-éticos-morales, los gremios y de todo el entramado gubernamental -sin que el fenómeno sea nuevo-. Y ello, a pesar de que hemos logrado, como bien ha radiografiado el historiador Frank Moya Pons, un gran salto o avance en términos de desarrollo macroeconómico, social y de infraestructura; más, sin embargo, nuestra institucionalidad democrática sigue reflejando falencias históricas-estructúrales que debemos conjurar.
Varias de esas falencias institucionales están referidas a un sistema de justicia de colindancias políticas-empresariales, una arraigada cultura de pertenencia de los puestos públicos, un nepotismo de trueque o; cuando no abierto o solapado, una “democracia” interna en los partidos políticos de jerarquías -cuasi vitalicia o de cambios cosméticos (de padre a hijos o de satélites de las instancias superiores), praxis de claques políticas que se perpetúan en las cúpulas de los partidos -¿o empresas?-, ausencia de consulta previa e informada -se decide todo “arriba”; y luego, se baja línea (porque se concibe al militante-miembro como eunucos)-, falta de rendición de cuentas periódicas, procesos “eleccionarios” condicionados o tele-inducidos; y lo peor, cuasi autoselección de aspirantes o candidatos -más bien, de predestinación o de aceptación por delegación o sumisión sin que medie competencia interna o refrendación alguna (así sea asamblearia)-, cultura del dedazo y de múltiples subterfugios o, cuando no de acción-parentesco directa en una determinada institución (hijos, tíos, hermanos, sobrinos, cuñados, nietos y hasta esposas en rol-desempeño dizque de “secretarias” o asistentes -algo de nepotismo extremo e inaceptable-). ¡Nada nuevo!
Otro aspecto, del fenómeno, es que no hay cultura de retiro ni de renuncia -en ambos casos, de excepción-, pues lo que prevalece es que los servidores públicos -hasta nivel de ministros o directores- hacen todo lo posible por permanecer al frente de las instituciones públicas; o cuando no agenciándoselas a allegados, alcahuetes o familiares. Quizás, en muchos casos, por la reducción salarial que implica una “pensión” si no se ha ejercido una posición de relevancia, pero igual se da con los de posiciones bien remuneradas y carreras publicas dilatas -¡no quieren disfrutar de nietos ni de una vida fuera de las pompas y privilegios del poder!-.
En fin, que ya es hora de que, en las instituciones públicas y semiprivadas (además de oenegés y fundaciones), se destierre la cultura de pertenencia o de feudo particular, pero más que todo en los partidos políticos, porque si no viviremos en una anomia social cuasi noria histórica-cultural y política.
Empecemos pues, por el proceso eleccionario nacional de 2024: diciéndole adiós a esas figuras políticas fomentadoras de un “primitivismo político” inaceptable-degradante, y aupemos una cultura democrática de relevos generacionales -aptos y multiétnico-social- en las instituciones y los poderes públicos. Porque si no, ¿para cuándo?