En estos días me tocó jugar al golf con una de esas personas que para ganar son capaces de querer que al otro le vaya mal. Y eso que solo nos divertíamos, no había nada en competencia. Llegó al punto de expresarme su molestia por la buena jugada de un compañero de juego.
¿Te has encontrado gente así en la vida? Aquellos que se alegran del mal ajeno. Y hasta hacen algo para que ese mal suceda. En el golf es muy fácil, solo hay que poner al jugador a desconfiar de sí mismo.
–Claro, Diego Sosa –me dirían muchos que se encuentran con frecuencia personas de ese estilo.
La verdad es que desde niños tenemos que lidiar con este tipo de comportamiento. En algunas sociedades se fomenta, sin darse cuenta de lo dañino que resulta para las relaciones humanas, como parte esencial de la vida.
La mal fomentada competencia (en vez de incentivar la competitividad) nos lleva por el camino de la comparación. De pequeños no entendemos y terminamos creyendo que somos inútiles para algunas cosas, aunque seamos los mejores para otras. Siempre nos compararemos.
En ese instante nace la duda, algunos prefieren no hacer para no exponerse a no ser los mejores. Llegan hasta a dudar de si pueden algún día lograr lo que se proponen.
La autoconfianza de nuestros humanos contemporáneos está bastante baja. Vivimos en una época en la que nos creemos casi todo lo que vemos. Y peor, vemos demasiado.
Si mi teoría fuese errada, los influenciadores no existirían. Tampoco nos creeríamos influenciadores, comportamiento que solo nos dice que nuestra autovaloración está por el suelo.
Es que, si quiero que piensen algo de mí, es porque creo que no lo piensan. Si siento la necesidad de mostrar lo que como, hago o visto, estoy en un camino complejo.
En estos tiempos solemos tener una autovaloración muy por debajo de la realidad. Valemos mucho más de lo que otros piensan que valemos y, sobre todo, de lo que pensamos.