La felicidad es cuando lo que piensas, dices y haces están en armonía.
Mahatma Gandhi
Los hombres -¡todos!- somos despojos o briznas de nuestros actos cotidianos, no de lo que queremos vender y aparentar para consumo del público y nuestro íntimo ego. Por ello, todos queremos que los demás sean almas nobles y moldeables, aunque nosotros, calladitos, representemos al mismísimo demonio. A veces con cara de duende o, de decencia fingida.
Todos queremos, cuando nos embriagamos de poder o de complejo de superioridad, un trapo a mano –es decir, a un lambón (o mejor, una corte de ellos), un genuflexo, o a un bufón- para secarnos el barro y espantar los malos olores que despedimos nosotros mismos. Lo que nadie quiere –en ningún ámbito- es a un carajo indomesticable y siempre en vía contraria frente a lo malhecho, la falta de ética o tan siquiera ante la ausencia de una pizca de decoro.
En mi corta vida –de pendejo- he sabido distinguir y torear al sabueso y al embaucador aun en sus momentos más fulgurantes de ego, patriotismo ensayado y caza coyunturas en serena tranquilidad que asusta. Más, cuando se sabe, que, quien protagoniza el acto, no llega siquiera al ruin callejero.
Una vez, hace algunos años, me puse a contemplar a un supuesto loco -¡que somos todos!- que iba y venía por mi casa, pero de repente, un buen día, entablé una conversación con el despistado aquel. Casi al vuelo, lo descubrí (no era loco nada): el orate era un enfermizo y maniático ególatra. Lo supe, porque en su espalda –calcinada- alcance a leer, en correctísimo español: “ ¡Soy un timacle!”.
En otra ocasión, trabé amistad con un desconocido y por poco me pierdo entre platos y carnavalescos festejos. Luego descubrí que mi rostro de pendejo, y sin yo saberlo, era la certificación de que todo transcurría en paz.
Muchas veces, hice la guerra conmigo mismo. Me puse a tirar tiros, y no lo niego, no hice diana en ninguna parte; pero descubrí también –después de tanto errar que hay tiro que, aunque no nos matan, en el momento, nos dejan como muertos en vida. Aunque recibamos un Principado.
Finalmente, alguien me dijo que lo peor que nos puede pasar en la vida es no creer –para nada- lo que un adversario haya dicho sobre un aliado, para luego descubrir, pasmado e incrédulo, que el adversario se quedo corto.