“El 11 es una fecha que nos parte por la mitad”
Patricio Guzmán
Este próximo 11 de septiembre se conmemoran cinco décadas del brutal golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Salvador Allende en Chile, un episodio que partió en dos y manchó con sangre la historia de mi país, de Latinoamérica y del mundo.
A cincuenta años del golpe y a pesar de que ha sido relegada, la historia obliga a investigar y discutir desde las víctimas lo que ocurrió y sus causas. De ahí, apreciados lectores, que sienta como responsabilidad el compartir con ustedes hechos que siguen hablándonos y que requieren ser leídos a la luz de un presente que sería distinto si los representantes de las peores causas no interrumpen el devenir de las luchas de nuestros pueblos.
Empiezo por admitir que no me inscribo entre los voluntarios para la autocrítica pues en el Chile de 1973 no se cometieron errores: se cometieron horrores. Tampoco hace falta insistir en que nada de lo que hubiese hecho Allende habría sido aceptado por la oposición golpista integrada por la democracia cristiana, la derecha y el empresariado, todos con el apoyo del imperio.
En nuestra América el uso desmedido del terror ha sido siempre la forma de resolver los conflictos políticos, especialmente ante el temor de que la acción de movimientos populares ponga en peligro el sistema de dominación. De estos quehaceres sórdidos participan invariablemente los Estados Unidos junto a los políticos y los empresarios de derecha en nuestros países. Nuestra historia ha estado llena de invasiones, de exponer en calzoncillos a un presidente elegido en una elección democrática como hicieron con Jacobo Arbenz en Guatemala, o de inventar un fraude electoral que la historia no ha podido certificar para justificar el alzamiento de 1948 en Costa Rica… Tantos importunados acontecimientos no deben conducirnos a autocríticas, tampoco esperamos que los responsables pidan perdón. Nada debe impedir que la humanidad SEA en Nuestra América.
A nadie debiera extrañar la coexistencia de visiones diversas a lo interno del gobierno de la Unidad Popular. Desde las primeras décadas del siglo XX cuando se inició el largo camino de la emancipación de los pobres del campo y la ciudad se manifestaron enfoques diferentes. Muchas de las incomprensiones a la hora de interpretar ese período de la historia de Chile tienen que ver con el hecho de que la memoria se ha impuesto sobre la historia.
Tony Judt alertó hace tiempo acerca de los peligros implícitos en esta encrucijada al anotar que “la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una bandera.” La historia en cambio es “un registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas.”
Nos aferraremos a la historia pues se insiste en indicar, como algo negativo, que el proceso político chileno de inicios de la década de los 70 del siglo pasado estuvo amenizado por dos posiciones. En términos gruesos la primera interpretación se sustentaba en la convicción expresada por Allende en las Naciones Unidas: “Vengo de Chile… un país con un Parlamento de actividad ininterrumpida desde su creación hace 160 años, donde los Tribunales de Justicia son independientes del Ejecutivo, en que desde 1833 sólo una vez se ha cambiado la Carta Constitucional, sin que ésta prácticamente jamás haya dejado de ser aplicada. Un país, donde la vida pública está organizada en instituciones civiles, que cuenta con fuerzas armadas de probada formación profesional y de hondo espíritu democrático.”
La segunda posición defendía la necesidad de movilización y organización popular e insistía en conseguir apoyo en sectores de las fuerzas armadas “para construir desde abajo un poder popular constituyente de una nueva institucionalidad democrática y revolucionaria que reemplazara la vieja institucionalidad política en crisis y defendiera el proceso de cambios de la amenaza golpista.”
La opción de la movilización popular fue derrotada pues luego de decenas de años de lucha y de sufrimientos, los sectores populares llegaron al 11 de septiembre agotados.
La opción de la movilización popular fue exterminada con el genocidio, que arrancó primero con el MIR, luego con el PS y finalmente con el PC.
La opción institucional era una convicción profunda del presidente mártir. Para quienes no lo sepan, resulta ilustrativo el hecho de que los dos sepultureros del gobierno popular escogido en las urnas por el pueblo chileno en 1970 fueron nombrados por Allende: el General Leigh de la Fuerza Aérea y el General Pinochet del Ejército.
La institucionalidad que seducía al presidente Allende, fue incendiada con el lanzamiento de 17 rockets desde aviones Hawker Hunter sobre el Palacio de la Moneda donde resistía el “presidente prometeico”.
A medio siglo de los hechos es evidente que estos van imponiéndose y construyendo la verdad histórica. Allí quedará establecido no sólo lo que ocurrió y sus causas, y sobre todo enfrentar las consecuencias de manera que nunca sean un motivo de renuncia, sino renovados aprendizajes que lleven en Nuestra América a una sociedad justa, de hombres y mujeres libres que transitan por las anchas alamedas que se abrieron hace 50 años.