“Compañeros de historia, tomando en cuenta lo implacable que debe ser la verdad, quisiera preguntar, me urge tanto, qué debiera decir, qué fronteras debo respetar…”
Silvio Rodríguez
Este próximo 11 de septiembre los chilenos estamos de nuevo enfrentados al golpe de Estado lo que no puede hacerse sin reconocer lo duro que resulta volver a explorar lo que fueron esos días. Las enormes cantidades de nuevas evidencias que surgen cada año hacen absolutamente imposible seguir blandiendo el argumento de que el genocidio fue el resultado de la acción de la izquierda chilena o de sus pretendidos errores.
Hurgando en la historia revisamos un documento secreto de la CIA distribuido el 15 de septiembre de 1970 en el que se informa de una reunión ocurrida ese día entre las 15:25 y las 15:40 en la que participaron el Presidente Nixon, el Fiscal de EE. UU. John Mitchell, el director de la CIA Richard Helms, y el consejero de Seguridad Nacional Henry Kissinger.
La fecha del documento es trascendental pues solo habían transcurrido 14 días de la elección de Salvador Allende quien asumiría el 4 de noviembre, de acuerdo con la Constitución. Resulta obvio hasta para los menos entrenados que antes de asumir el Gobierno Popular no podía haber tomado medidas que sirvieran como sombrilla a los intentos desestabilizadores expresados en la mencionada reunión del gobierno norteamericano. El acuerdo que el documento nos ha transmitido dice que la decisión y la orden a la CIA fueron: “Vamos a hacer gritar la economía” (de Chile). En ese documento se ordena además de ocupar a “los mejores hombres” así como la asignación de “10 millones dólares, si falta póngale más” para lograr el objetivo de “que el presidente no asuma el 4 de noviembre”. Todo debía definirse nada menos que dentro de un plazo de “48 Horas para un plan de acción.” (ver “Pinochet desclasificado: Los archivos secretos de Estados Unidos sobre Chile”. Agosto, 2023, 542 págs., Editorial Catalonia).
La consecuencia inmediata no se hizo esperar: antes de que finalizara octubre fue asesinado el General en Jefe del Ejército René Schneider. El crimen lo financió Estados Unidos mediante pagos al general Viaux y al general Canales, comandante de la guarnición de Santiago.
Dudas no quedan de la importancia del mandato de “hacer gritar la economía”. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades que innegablemente provocó esta orden no lograron impedir que aumentara el apoyo popular al gobierno de Allende. Resulta por tanto justo y necesario recordar aquí algo que leí en algún artículo reciente: el golpe de Estado no resultó de un fracaso del gobierno popular sino de sus éxitos (reforma agraria, nacionalización del cobre, medio litro de leche para todos los niños de Chile, etc.).
Si analizamos la tragedia desde los éxitos y desde las decisiones tomadas por la principal potencia interventora, hará falta una aproximación distinta a la de algunos izquierdistas afectados por el síndrome de Estocolmo que han desarrollado la extraña habilidad de dispararse a los pies. De manera lamentable, en la historia política latinoamericana ha terminado instalada la tendencia a responsabilizar siempre a las víctimas, cancelando así la idea y la necesidad del cambio, mientras se olvida que las condiciones de nuestro continente hacen ese cambio urgente todos los días.
Es cierto que en la izquierda chilena del período había diferencias y matices, pero nadie, ningún izquierdista dejó de respaldar a Allende ante el peligro del golpismo. Los únicos “ultras” responsables de la tragedia fueron los que se reunieron el 15 de septiembre de 1970 entre las 3:25 y las 3:40 de la tarde en Washington y sus cómplices chilenos, empresarios, militares y políticos como Patricio Aylwin que declaró en agosto de 1973 (en Washington, por cierto) que “entre una dictadura comunista y una dictadura militar, prefiero una dictadura militar”. Puntualizo que lo dijo dos o tres semanas antes del golpe. Acerca de las diferencias en la izquierda chilena de 1973 conversaremos en la próxima entrega, pero el homenaje, sin importar lo tratado, debe ser permanente, debe ser siempre para que nadie muera entre nosotros. Con ese sentido de permanencia homenajeó Gabriel García Marquez a Salvador Allende: “La muerte nos llega a todos, pero lo extraordinario es imponerse a su libre albedrío y solo llamarla cuando haga falta para honrar la vida misma”.