Ahora que lamentamos la tragedia de la explosión acaecida en San Cristóbal deberíamos hacer lo necesario para empezar a enmendar las falencias y carencias existentes en nuestras ciudades, y para detener el crecimiento desordenado que hemos llevado a cabo y que pretendemos seguir multiplicando sin que existan muchas veces las condiciones para garantizar los servicios públicos esenciales, y mucho menos garantías de poder atender adecuadamente situaciones de emergencia.
El mejor homenaje que podemos hacer a las víctimas es que este desgraciado suceso no sea uno más de la secuencia de explosiones de plantas de gas e industriales que ha habido en los últimos años, detrás de las cuales subyacen incumplimientos con la ley sin consecuencias, permisos irregulares obtenidos en base a clientelismo o comprados con corrupción para instalar estaciones de expendio y envasadoras donde no se puede, o para construir viviendas en perímetros industriales desafiando los riesgos, falta de acción de las autoridades para regular situaciones existentes y garantizar operaciones en cumplimiento de las normas o decidir su cierre, voracidad de quienes con tal de hacer negocio se hacen ciegos ante los riesgos e ignorancia de otros, que ante el descontrol reinante los asumen.
Vivimos al filo de la navaja sobreviviendo por la providencia a miles de situaciones que a diario podrían provocar terribles accidentes, y la falta de conciencia ciudadana es directamente proporcional a las carencias de protocolos de salvaguarda, de entrenamientos para desastres y de debido equipamiento, instrucción y capacidad efectiva de los organismos de emergencia, que funcionan como héroes por la vocación de servicio de unos y las donaciones de otros cuando el deber los llama, pero sin un presupuesto y estructura a la medida del desorganizado crecimiento urbano que los desarrolladores inmobiliarios han promovido, y mucho menos del sueño de “Nueva York chiquito” y de desarrollo que políticos nos han vendido.
No podemos seguir teniendo ciudades que crecen a medida del apetito de constructores y sin la debida correspondencia con realidades existentes, los que con la complicidad de quienes están supuestos a planificar el crecimiento urbano en muchas ocasiones inician el levantamiento de sus edificaciones sin tener los permisos requeridos apostando a que en algún momento los obtendrán aunque violenten las normas, y que muchas veces solo la actuación de juntas de vecinos decididas a erigirse en paladines del cumplimiento de la ley, con suerte logran detener.
Debemos hacer un alto para asimilar la magnitud del peligro que representa este caos urbano, hacer un censo de situaciones de riesgo acompañado de un plan de remediación al que se le dé un efectivo seguimiento, lo que en nuestro país es un reto, y una revisión de nuestras normas de planificación territorial como las que aumentan las densidades habitacionales, que potenciarán el desorden que ya tenemos, pues no estamos preparados para garantizar servicios, estacionamientos y circulación para torres de más de 40 niveles en las que vivan cientos de personas, y sería irresponsable permitir que se erijan cuando sabemos que hasta hace poco no había en el país un solo camión de bomberos preparado para escalar a pisos altos, habiendo sido un logro dotarlos de uno de 110 pies de altura con alcance hasta un piso 12, y que seguimos sin tener equipos, personal y entrenamiento capaces de afrontar una desgracia de esa dimensión, ni funcionarios gubernamentales ni municipales con el presupuesto, y el número suficiente para supervisar el debido cumplimiento de las normas, no solo en el momento de emisión de los permisos, sino luego de estos ser obtenidos. Más allá de la suspensión de actividades oficiales en correcta señal de duelo, de medidas excepcionales de la banca estatal que sirvan de paliativo a los afectados, de oraciones por las almas de las víctimas y de donaciones para quienes las requieran, es necesario detener este crecimiento bipolar, antes de que tengamos que recordarnos de sus peligros cuando otra desgracia nos sorprenda.