El término corrupción frecuentemente se vincula al abuso de la autoridad de un funcionario que viola la confianza depositada para aprovechar desde su cargo las oportunidades, relaciones y la postura privilegiada de que goza, en provecho propio o de sus allegados, transgrediendo las leyes y los valores esenciales de toda nación. Como realiza gestiones de interés común que resultan imprescindibles para los ciudadanos, algunos venden su alma por ambiciones que acaban hundiendo su reputación. Ese enriquecimiento ilícito con fondos oficiales que afectan el erario para su beneficio particular lo hace merecedor del repudio popular, en el entendido de que sus apropiaciones indebidas impiden la satisfacción de las necesidades perentorias de otros.
Es cierto que el servidor público es más proclive a incurrir en indelicadezas -para usar un eufemismo del abuso del poder, tráfico de influencias, cohecho y sobornos- porque desde su puesto toma decisiones en representación de una colectividad a la que defrauda sustrayéndole en la clandestinidad pagos indebidos; sin embargo, en el sector privado se concitan manifestaciones que, no por su alcance más limitado, son menos reprochables. A saber: cuando una empresa constructora se extiende inexplicablemente en la entrega y utiliza materiales de tercera calidad, aun habiéndosele pagado por una terminación de lujo, está cometiendo las mismas faltas que el depredador de la cosa pública; el profesor que no se prepara, no asiste a clases y cobra por un conocimiento que no tiene (ni se ha ocupado de obtener) y, por tanto, no puede transmitir, incurre en el mismo comportamiento del que está en una nómina pública recibiendo un cheque sin trabajar.
El profesional que presenta unos gastos inexistentes y exagera el precio por sus servicios que luego ni siquiera cumple o el médico que ordena la realización de estudios clínicos para la obtención de alguna ganancia, así como tratamientos innecesarios para engrosar sus ingresos son tan culpables como el que distrajo los fondos de un presupuesto estatal; lo mismo que el empresario que niega la repartición de las utilidades a sus demás socios y a los colaboradores porque ha exagerado los gastos o se ha quedado con el vuelto. Asimismo, el gerente que tiene sus suplidores favoritos, atendiendo a las prebendas y favores recibidos o que prefiere contratar por lazos de familiaridad o de amistad, sin importarle el talento, está compitiendo con los malversadores conocidos. Habrá quien diga que el impacto social y los montos envueltos son distintos; empero, una piedra necesitó de otras para convertirse en muro y quien abusa en lo privado lo hace también en lo público porque la honestidad es solo una, se esté donde se esté.