Los economistas sensatos consideran que la generación de ideas y su implementación en proyectos empresariales son la clave para el progreso de un país.
Para que las personas tengan ideas que valga la pena implementar, necesitan educación, pero no “cualquier educación”. Y esto es justamente lo que están recibiendo. Porque la vida cambió, y la escuela no se adaptó.
El sistema educativo actual es el tradicional: diseñado para las exigencias del mundo industrializado. Un mundo en el que si el ingeniero de una empresa moría, era reemplazado por otro con las mismas competencias, como si fuera una tuerca.
Para ese mundo, la buena memorización, la disciplina, el orden y las materias básicas, eran más que suficientes. Después de la revolución tecnológica, ya no lo son.
La inteligencia artificial (o robots) realiza mejor que los humanos las actividades que tienen que ver con esas destrezas y con cálculos matemáticos y automatización (tan vinculados al mundo de contables, administradores y abogados). Y muy pronto todas esas tareas serán desempeñadas a la perfección por la aplicación de un celular.
Los robots nos ganan en eso, pero no en lo que tiene que ver con la creatividad y la capacidad de decidir, de hacerse preguntas y de ser tolerantes.
Estos son precisamente los aspectos descuidados por la tradición educativa, aferrada como está a sus butacas (dispuestas de la misma forma que en el siglo pasado), a su ejército de maestros sindicalizados (cuando se pudiese prescindir de la mayoría de ellos, ofreciendo las materias por internet de la mano de los mejores del mundo), y a su insistencia en contemplar las artes como algo “secundario”.
La creatividad con la que podemos ganarle a los robots no surgirá como por arte de magia. Debe fomentarse y cuidarse, incentivando un estilo académico multidisciplinario (hasta la danza es bienvenida) para que los estudiantes puedan conectarse con diferentes mundos.
Si ese salto no se da, seguiremos asistiendo a graduaciones de talentos desperdiciados. Chicos que hicieron lo que sus padres y maestros, (y hasta el ministro) les dijeron que hicieran, para luego no encajar en el mundo laboral. Más les hubiera valido no haber obedecido tanto.