Existe un conjunto de propuestas económicas que gustan mucho a la prensa progresista, porque están basadas en la buena intención de lograr un mundo menos desigual y más justo.
Lamentablemente no funcionan. Algunas son éstas:
-Contrarrestar los efectos del malvado capitalismo, que no hace más que beneficiar a un grupo de multimillonarios y aumentar la desigualdad. Y hacerlo a través de impuestos, más impuestos y más gasto social.
Cualquiera lo cree. Pero la verdad es que los que así propugnan, no quieren realmente acabar con el capitalismo, si no coger una tajada de sus beneficios, sin haber arriesgado nada. Y así vemos tantos funcionarios disfrutando una vida de lujos que jamás imaginaron, al haber expropiado el fruto de su esfuerzo económico a otros, con el pretexto de dárselo a los menos favorecidos.
-Controlar los precios de ciertos productos, porque son esenciales
para el consumo elemental de una familia.
Esto revela un profundo desconocimiento del funcionamiento de la economía. Significa que se cree que un presidente o una ley, con una varita mágica, pudiese dictar a cómo deben venderse las cosas.
El precio revela el costo de la elaboración de una mercancía. A partir del momento que se obliga a vender por debajo de ese costo (por muy justo que sea para las familias pobres) lo que se provoca es que se deje de producir.
-Aumentar el salario mínimo, para beneficiar a los más vulnerables.
Esto no hace más que ignorar el papel que juega la motivación y el incentivo en la creación de riqueza y prosperidad. Lo primero que hace un empresario cuando se le aumentan sus cargas es subir el precio de lo que vende (y la mayoría no solo le vende a ricos, sino a pobres). Y cuando un empleado le sale muy costoso, lo sustituirá por tecnología. A ese empleado le será difícil encontrar otro trabajo, porque otros empresarios estarán
enfrentando la misma situación.
Todas estas son medidas que van en detrimento de lo que pretendían favorecer. No obstante, y a pesar de la evidencia de que no sirven, se sigue insistiendo en implementarlas. Porque es mucho más difícil explicar por qué no funcionan, que mercadear el cliché demagógico que las sustenta.