La sociedad puede organizarse de dos maneras: desde la libertad, dejando a sus ciudadanos interactuar entre sí (dentro de cierto orden y respeto) o desde la coerción, cuando el gobierno interviene en cada uno de sus actos.
En el escenario de la libertad, el pescador sale a pescar, y una vez en el puerto vende a los que pasen por ahí al precio acordado entre ambas partes. En el segundo escenario, lo espera un inspector (ese que previamente le ha dado “el permiso” para poder pescar, y que le dice a qué precio puede vender), y una vez finalizada la jornada, se lleva la mitad de lo que hizo. Aunque una buena parte no se vendiera y se echara a la basura.
Otro ejemplo sería como sigue: alguien monta un taller, pero bebe todas las noches, y al otro día llega tarde (o no llega). Los clientes se desencantan y no vuelven. En el escenario de la libertad, el taller quiebra. En el de la coerción, si el hombre es hermano de un funcionario, le mandan los carros de las oficinas públicas. Da igual que se tarde mucho en repararlos, porque está encompinchado con el poder de turno y como quiera tendrá una clientela asegurada.
Ambos casos ilustran la diferencia fundamental entre libre mercado e intervención. En ambas situaciones hay desigualdad, solo que en libertad la desigualdad se basa en las diferencias de talentos y esfuerzos, y bajo la intervención se basa en favoritismos y abusos de poder.
No hay que ser un genio para identificar como más justo y sensato lo primero sobre lo segundo.
No obstante, la retórica políticamente correcta, desde un pedestal moralista, se ha empeñado en vender la idea de que el mercado libre es el gran enemigo al que hay que combatir. Alegando que le falta compasión y solidaridad, y que es cruel y excluyente. Que si nos dejan libres estamos abandonados…a la merced de explotadores. Que solo si interviene la política, gozamos de protección y seguridad. Y que la democracia no está segura si el pueblo tolera el crecimiento del poder privado por encima del Estado.
Como si ser libres fuera peor que la coerción. Como si un empresario (el que sea) pudiese obligar a un consumidor a pagar los productos que vende. ¿Ese es el poder que aterra? ¿Un poder que debe seducir, convencer a su cliente? ¿A diferencia del poder político, que obliga a pagar o te mete preso?
Ante los empresarios podemos elegir no pagar…ante los políticos, no. A ver qué oficina pública te devuelve tu dinero si no quedas conforme. A ver si puedes optar por no pagar un permiso al Estado para poder ganarte tu sustento (encima te topas con el funcionario que además de vivir de tus impuestos te sugiere que le des algo extra para que lo tuyo camine). ¿Alguna vez has tenido que hacer esto en un supermercado, para poder pagar tu compra?
¡Claro que no! Pero el discurso sigue insistiendo en que estaríamos mejor bajo la coerción. Y muchos, genuinamente, creen que es así.