Cuando se abren grandes supermercados y centros comerciales suele aparecer un grupo de críticos de elevada retórica que los acusan de acabar con los empleos, de empujar a los seres humanos al consumo excesivo y de alejarlos del trato más cercano con el pequeño comerciante de su barrio. Para estos críticos, el surgimiento de la gran superficie no es más que la prueba incontestable de una gran injusticia: el grande se come al pequeño.
Pero nada de esto es cierto.
Cuando las empresas abren grandes superficies, contratan a miles de personas. La evidencia demuestra que no solo crean empleos, sino que también pagan mejores sueldos y han logrado suplir, a precios más bajos, bienes de mayor calidad.
Por otro lado, tampoco es verdad que los pequeños comercios hayan desaparecido. Más bien se han reinventado y crecido. Y es que lo que hace que un negocio desaparezca no es la presencia de uno grande que lo aplaste, sino su ineficiencia. De hecho muchas empresas grandes quiebran y muchos negocios pequeños son tan eficientes que se convierten en grandes. ¿Es malo que prosperen entonces? ¿Deberían condenarse a no salir del barrio con tal de “ser justos” y no humillar a los que no lo logran? Parece que algunos entienden que sí.
Los críticos de los grandes comercios subestiman también la inteligencia del consumidor. Lo tratan como a un pobre idiota, dominado por las mercancías, al que la gran superficie obliga a consumir en exceso o a abandonar al pequeño colmado. Pero el consumidor no es ningún idiota y simplemente hace con su dinero lo que quiere. Las grandes superficies le gustan y le han facilitado la vida. Por eso se han proliferado.
Esta realidad es evidente y comprobable. No obstante, la retórica anti gran superficie sigue gustando bastante. Será porque, como bien dice el dicho, no hay realidad que pueda vencer lo que se quiere creer a toda costa