Se define como eutanasia a la intervención deliberada para poner fin a una vida que no tiene cura. Practicarla es ilegal (aunque la persona lo pida) en la mayoría de los países del mundo.
Es legal en Bélgica, Suiza, Países Bajos, Luxemburgo, Colombia, Canadá, Nueva Zelanda y España, bajo supervisión de un equipo de médicos y a petición reiterada del paciente (que puede constar en un testamento).
Si admitimos el principio según el cual cada ser humano es dueño de su propio cuerpo y libre para tomar sus decisiones, la eutanasia no debería estar prohibida.
Ni el Estado ni ninguna institución moral o religiosa, debería intervenir sobre el deseo genuino de morir de una persona que entiende que su vida es insoportable o denigrante, y que necesita de ayuda para quitársela.
Suele ser el caso de muchos parapléjicos, enfermos terminales con dolores insoportables, personas seniles o con Alzhéimer (que dejaron por escrito que las asistieran a morir en caso de verse así algún día).
Nadie mejor que ellos sabe lo que quieren o no soportar.
No obstante, el asunto es complejo. Porque podría amparar legalmente el crimen, disfrazándolo de suicidio voluntario.
Y que se dé, por ejemplo, que desalmados parientes quieran heredar a un tío soltero, o que enfermeros y médicos se sientan hastiados de atender ancianos abandonados en geriátricos, o que a los propios familiares les estorbe alguien postrado en una cama, o que no se tengan los recursos económicos ni emocionales para hacerse cargo de un desvalido.
Entonces se lo quitan del medio “simulando” que fue su voluntad.
Muchas voces conservadoras identifican la legalización de la eutanasia como parte de un plan macabro para exterminar a los que sobran en el sistema. Una especie de antesala a un genocidio.
¿Y si tuviesen razón?