El padre de la economía, Adam Smith, entendía que la verdadera fuente de riqueza de un país era el trabajo de sus ciudadanos. Y que la misión de los gobernantes era promoverlos y no fastidiarlos. Dejarlos funcionar en paz.
Así también lo entienden los economistas libertarios. Que el Estado debe existir, pero reducido a una mínima expresión. Que su rol debe limitarse a garantizar que esos ciudadanos puedan interactuar en libertad, sin atropellar ni abusar de nadie. Y que para ofrecerles ese ambiente de orden y respeto a la ley, tiene derecho a cobrarles “algo” en forma de impuestos.

El problema es que se ha creído que el Estado está para otras cosas: educar a la gente, sanar enfermos, suplir la electricidad, controlar los precios en los supermercados, quitarle a los ricos para que no sean tan ricos y así fomentar la igualdad, repartir regalos en Navidad y por el Día de las Madres, tener empresas, proteger tortugas, vigilar que los hombres no les peguen a sus mujeres, asistir a los discapacitados, producir películas y obras teatrales, organizar exposiciones artísticas…

Y esta creencia se basa en la convicción de que los ciudadanos tienen derecho a recibir cosas sin pagarlas, y en la ilusión engañosa de que cuando el Estado las da, salen gratis. Pero de gratis, nada… Las pagan esos mismos ciudadanos, pero de forma disfrazada. Cuando compran gasolina, comida… insumos.

Los políticos han visto la gloria con esta ingenuidad. Porque les ha dado el pretexto perfecto para cobrar más impuestos, endeudar al país y manejar más dinero y poder.

Entonces llega el momento en que las cargas para financiar “tanto anhelo” son tan grandes que a los ciudadanos no les queda más remedio que tratar de librarse de ellas buscando el privilegio de esos políticos, adulándolos o haciéndolos sus socios. Los que lo logran terminan compitiendo deslealmente con los que no.

A esto se le llama “clientelismo”. Y junto al atropello tributario y otros abusos, es lo que ocurre cuando se le permite al Estado crecer e intervenir en tantas áreas.

Todo esto va desmotivando y espantando al ciudadano emprendedor y disminuyendo la creación de empleos productivos.
Hasta que llega el momento en que el sistema se hace insostenible, porque no hay de dónde más sacar, y solo queda una masa empobrecida y un grupo de gobernantes y compinches con un inmenso poder.

No hay que comenzar como una dictadura para llegar a ese final. Se empieza en democracia, pidiéndole al Estado que meta sus narices en todo.

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