Ni las leyes que los prohíben, ni los encarcelamientos, ni las expropiaciones de bienes, han logrado detener ni el consumo de drogas ni el lucrativo negocio que su comercialización genera. Así de inútiles fueron también los esfuerzos para prohibir el alcohol en su momento.
La prohibición de las drogas no solo constituye una violación al derecho de los individuos a decidir sobre cómo quieren vivir su vida, sino que incentiva (paradójicamente) lo que pretende erradicar.
Es la prohibición la que ha convertido en ricos y poderosos a desalmados traficantes. Porque la droga es cara (y buen negocio) no porque sea escasa, sino porque es ilegal.
Al ser ilegal, es costoso y arriesgado producirla y transportarla. Y a mayor riesgo, mayor beneficio. Tanto dinero deja, que ha alcanzado para sobornar y enriquecer también a las autoridades de turno. Y como es tan atractivo el botín, si se apresan diez narcotraficantes, inmediatamente aparecen veinte dispuestos a jugársela.
Mientras el negocio crece y es cada día más lucrativo, los gobiernos desperdician miles de millones de dólares de los contribuyentes en una logística que solo logra interceptar el 30 pc de los embarques. Y en mantener a miles de presos.
La sociedad en su conjunto sufre la terrible consecuencia de este empeño inservible: violencia excesiva, crímenes de inocentes y formación de narcoestados.
En medio de todo este panorama, queda un consumidor desprotegido, que no dejará de drogarse aunque tenga que robar o prostituirse, y a quien tantas veces se le venden sustancias adulteradas, mucho más peligrosas que si estuvieran reguladas.
La legalización reduciría el alto precio de la droga. Y disminuiría las sobredosis, los crímenes asociados a su comercialización y las vergonzosas alianzas con los gobernantes. Precisamente por eso, ni los narcos ni los políticos quieren que esto se dé. Se les acabaría el negocio.
Irónicamente la Iglesia, al oponerse también a la legalización, los ayuda.