La idea de justicia ha cambiado a través del tiempo, con el gran respaldo de la opinión pública. Ya no se trata de “igualdad de todos ante la ley”, sino de proteger al débil frente al fuerte: a la mujer frente al hombre, al empleado frente al empresario, al negro frente al blanco.
Y todo esto se ha traducido, no en proteger realmente al débil…sino en aumentar el poder del más fuerte de todos: el Estado.
Un Estado que, con el pretexto de reclamar los derechos de esos débiles, se ha dado el permiso de tergiversarlos.
Y ya no se trata del derecho de todos los ciudadanos a contratar libremente a un empleado, sino de la obligación que les impone el Gobierno de hacerlo bajo sus designios (con tal salario, tal horario, tal permiso por maternidad, tal cesantía, tanto de vacaciones y doble sueldo…). En muchos lugares ya debes contratar, no en base a la productividad potencial de una persona, sino porque es obligado cumplir con una cuota de mujeres, gays o gente de color.
Tampoco se trata del derecho de todos a comprar y vender libremente una vivienda, sino del derecho de unos a tenerla sin pagarla (obligando a otros a financiar ese derecho con el sudor de su frente) o de alquilarla sin salirse de ahí jamás.
En fin, un Estado que con ese pretexto se ha dedicado a violentarles sus derechos a otros y coartarles su libertad. Y con ese mismo pretexto se ha permitido también crecer sin medida a través de instituciones “samaritanas” y cargos “solidarios”, déficits “sociales” y deuda “pública” (que por supuesto debe pagar el sector privado).
Subyacente a todo esto está la creencia de que dejarnos libres es malo…porque somos despiadados y crueles entre nosotros. Y como no se nos puede dejar por nuestra cuenta, el Estado debe vigilarnos y regularnos.
Como si los hombres que conforman ese Estado fuesen distintos… más humanos, más confiables, más honestos a la hora de manejar recursos y transacciones económicas. ¡Como no!