En su libro “21 lecciones para el siglo XXI”, el polémico profesor Yuval Noah Harari nos presenta su opinión sobre la educación en esta época.
Nos encaminamos a un mundo donde la tecnología podrá modificar cuerpos, cerebros y mentes y, por lo tanto, predecir el futuro es mucho más difícil que nunca antes en la historia de la humanidad.
Ante este nivel de incertidumbre, el profesor Harari entiende que no se tiene la más mínima idea de cómo diseñar un programa educativo con las destrezas que garanticen que el escolar que las reciba sea útil para algo cuando se gradúe.
Podemos, por ejemplo, hacer que los chicos aprendan mandarín, y descubrir, llegado el momento de aplicar esto en el mercado laboral, que existen aplicaciones capaces de traducciones simultáneas perfectas. ¡Tremendo desperdicio de neuronas! Al ritmo que avanza la tecnología, lo mismo ocurrirá con miles de otras destrezas en diferentes áreas.
Parecería entonces que la educación debe comenzar a divorciarse de todo lo que sea lógica, almacenamiento de datos, análisis matemáticos… porque no habrá ser humano, por buenas notas que saque, que pueda competir con una aplicación o un robot.
Lo más sensato pues sería potenciar las áreas (más “humanas”) donde la máquina no pudiese participar: colaboración, empatía, solidaridad, creatividad, arte… Sin cantar mucha victoria tampoco, porque ya existen “algoritmos” que están diseñando moda.
Debería hacerse hincapié también en preparar a los chicos para el cambio constante, sin que eso afecte su estabilidad emocional. Porque de eso se tratará el mundo que les espera: un mundo de cambios frecuentes y abruptos (que incluyen hasta el género de sus padres, cuando de repente se den cuenta que preferían ser “otra cosa”) y de niveles altísimos de estrés ante la presión permanente de tener que reinventarse. Todo esto sin la ayuda de lo aprendido en el pasado ni el consejo de los adultos porque estarían obsoletos.
Los planteamientos de Yuval Noah Harari son muy desconcertantes. Quizá no sean del todo acertados, pero tampoco son inverosímiles. Mientras tanto, padres orgullosos y sacrificados celebran con algarabía la graduación de sus hijos. Si Harari tiene razón, el sistema los estaría engañando a todos…