Tradicionalmente cada persona que necesitaba una casa tenía el derecho a tenerla, siempre que respetaran las condiciones de un contrato entre dos partes. Esto es, siempre que la pagara.
En esta transacción, esas dos partes eran personas libres, que quisieron ponerse de acuerdo, para satisfacción de ambas. En el contrato quedaban bien claros los derechos y obligaciones de cada uno (y el resto de la comunidad no se metía en esto).
El derecho a la vivienda se ejercía desde la libertad, como el derecho a la libertad de cultos o a la libertad de expresión.
La participación del Estado se reducía a amparar esa libertad, castigar en caso de fraudes o de daños a terceros, y legitimizar el registro de la propiedad en cuestión.
Con la colectivización de los discursos en los estados democráticos, y su giro hacia el llamado “Estado de bienestar”, la noción de derecho experimentó un cambio radical.
Ahora se trata de lo siguiente: “Tengo derecho a tener una vivienda o a alquilarla sin pagar nada, o pagar muy por debajo de su valor. Simplemente porque sí, porque existo…”
Como el Estado no produce un solo centavo, para que esto sea posible debe violarles sus derechos a otros, quitarles su dinero y financiar “la caridad”. Y esto lo hace en un un contexto sin contratos voluntarios y libres. A la fuerza.
Esta situación se ha extendido no solo al ámbito de la vivienda, sino al de las subvenciones, asistencias, pensiones, servicios gratuitos de salud, educación…las necesidades a satisfacer son infinitas si a ser “solidarios” vamos.
Es el mundo de los nuevos derechos sociales, que ha pintado un escenario, donde el grupo de gente productiva (emprendedores, autónomos y trabajadores), ve burlados sus esfuerzos de cada día, y pisoteada su dignidad de personas que luchan sin mendigar, para beneficiar a un ejército de merecedores, que no producen… pero que votan.
Un Estado menos intervencionista, más justo, que trate a todos por igual ante la ley, defensor de los contratos entre individuos libres, que incentive el esfuerzo y la productividad, parecería una utopía lejana, si no fuera por el giro político que han dado países como Estados Unidos, Argentina y El Salvador. ¡Ojalá sirvan a muchos otros de inspiración!