Si algo me ha enseñado la madurez es que la felicidad no siempre llega como la imaginamos. Durante años pensé que mi dicha dependería de alcanzar ciertas metas: construir una familia, cumplir mis sueños profesionales, viajar y convertirme en esa mujer que mi versión más joven había idealizado. Y aunque muchos de esos logros llegaron, la plenitud seguía pareciendo esquiva, como si nunca terminara de llenar un espacio en mi interior que no sabía nombrar.
Fue entonces, en algún punto de mi madurez, cuando comprendí que mi error no estaba en buscar felicidad, sino en creer que debía ser exclusivamente mía. La plenitud no siempre se encuentra en nuestros propios triunfos; a veces, la verdadera dicha llega cuando somos capaces de vivir la felicidad compartida como si fuera nuestra. A eso lo llamo confelicidad.
Las mujeres solemos cargar con la expectativa de ser cuidadoras y, muchas veces, nos sentimos agotadas de vivir para otros. Es fácil pensar que la alegría de los demás es una carga más, otra exigencia que nos obliga a postergar nuestra propia vida. Pero lo que descubrí es que compartir la felicidad no tiene que ser un sacrificio; puede ser un regalo que nos hacemos a nosotras mismas.
Recuerdo un día en particular que transformó mi forma de ver el mundo. Fue el cumpleaños de mi hija menor. Había atravesado años difíciles, de esos que te obligan a replantearte todo y a encontrar fuerzas donde creías que ya no quedaba nada. Pero allí estaba, rodeada de sus amigos, reía con una libertad y una ligereza que pensé que no volvería a ver en ella. Fue como si cada risa suya desbordara hacia mí, y llenara espacios que yo misma no sabía que estaban vacíos.
Verla tan plena mientras compartía con quienes habían sido su red y su refugio, me llenó de una alegría inmensa. No porque yo fuera responsable de su felicidad, sino porque verla encontrar su camino me hizo sentir que esa batalla que había librado —que habíamos librado juntas— había valido cada momento. En ese instante, su felicidad fue también mía.
Desde entonces, he intentado practicar la confelicidad como una elección consciente. Cuando una amiga logra algo que yo aún no he alcanzado, celebro con ella. Cuando mis nietos corren hacia mí con los ojos brillantes de emoción, me permito empaparme de su alegría. No hay espacio para la comparación ni para el ego; solo para el gozo de vivir conectada con quienes amo.
Lo que he aprendido es que la confelicidad no se trata solo de compasión —ese acto noble de acompañar en el dolor—, sino también de ser testigo activo de la alegría compartida. Celebrar el éxito, la risa y los momentos luminosos de los demás no nos hace pequeñas ni nos quita espacio; al contrario, nos enriquece.
Hoy, mi felicidad es más completa porque he dejado de buscarla solo en mis propias experiencias. En cada sonrisa compartida, en cada logro que celebro con los demás, encuentro un reflejo de mi propia humanidad. Y esa conexión, ese espacio donde la felicidad se extiende entre corazones, es el mayor regalo que la madurez me ha dado