Por años caminé por la vida buscando pruebas, evidencias que respaldaran una teoría que llevaba enraizada en el subconsciente: no soy suficiente.

Es como si dentro de mí viviera un detective obsesionado con encontrar pruebas de mi propia inadecuación.

¿Cuántas veces no me he quedado atrapada en un bucle de pensamiento negativo solo porque alguien no me saludó como esperaba? O cuando un proyecto no salió perfecto, para concluir que soy un fracaso total.

No nos damos cuenta, pero tenemos la tendencia de convertir situaciones neutras en validaciones de nuestros mayores miedos. Ese detective interno está siempre en alerta, analiza cada palabra, cada gesto, cada silencio. Una mirada distraída se transforma en rechazo, un comentario inocente se convierte en crítica, y cualquier error se magnifica hasta volverse imperdonable.

Nos hemos vuelto expertos en acumular pruebas que refuercen nuestras inseguridades, “confirmaciones de nuestros prejuicios”, pero no es porque la realidad sea esa. Es nuestra percepción, el filtro con el que miramos el mundo; uno teñido de miedos y prejuicios que hemos construido a lo largo de los años.

En mi caso, solía justificar cada oportunidad perdida con argumentos que encajaban perfectamente con la narrativa de “no soy capaz”. Cuando alguien me ignoraba en una reunión, asumía que no tenía nada interesante que decir. Si alguna vez me elegían de última, mi mente interpretaba que simplemente no era suficiente.

Es más fácil alimentar al monstruo del miedo que desafiarlo con la lógica. Nos convertimos en nuestros peores jueces y fiscales. Y así, seguimos reuniendo “pruebas” que confirman el veredicto que hace tiempo dictamos sobre nosotros mismos.

El problema con este patrón es que no solo alimenta nuestras inseguridades, sino que también perpetúa una versión limitada de nosotros mismos.

Nos condiciona a ver la vida como un lugar hostil, lleno de trampas y posibles rechazos. Nos paraliza, nos aleja de nuestras metas y convierte el día a día en una batalla constante con nosotros mismos.

Por suerte, el detective interno no es invencible. De vez en cuando, si detenemos esa búsqueda insaciable de errores y carencias, podemos darle la vuelta y cambiar de caso. ¿Qué tal si, en lugar de buscar evidencia de nuestras limitaciones, comenzamos a recopilar pruebas de nuestras fortalezas? ¿De nuestras pequeñas victorias? ¿Qué pasaría si dejáramos de ver la vida a través del filtro del miedo y tratáramos de percibirla con la lente de la compasión?

Es un cambio sutil, pero poderoso. De pronto, esas miradas se vuelven indiferentes y no un juicio a nuestra persona. Un error es solo eso, un error, no una condena perpetua. Y, poco a poco, el veredicto comienza a cambiar.

No somos incapaces ni insuficientes. Simplemente hemos estado mirando las pruebas equivocadas. Cambiemos de caso y reescribamos nuestra propia narrativa. Porque si vamos a ser detectives de nuestra vida, que sea para encontrar todo aquello que nos hace valiosos.

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