Hace tiempo que se evidencia un distanciamiento entre lo que la población percibe sobre la situación del país y lo que las autoridades entienden es la realidad, y a pesar de que estas utilizan profusamente la publicidad y las comunicaciones para tratar de implantar en las mentes ciudadanas su versión, aparentemente esto cada vez surte menos efecto según reflejan las encuestas.
Existen múltiples razones que justifican esta diferencia de visión entre gobierno y gobernados, pero sin lugar a dudas una de ellas es el hecho de que actualmente la mayor parte de la población entienda que la criminalidad y su secuela la corrupción son los problemas fundamentales del país, pues sin importar cuán continua y envidiable sea nuestra tasa de crecimiento, la corrupción puede ser el ancla que en los hechos frene sus efectos.
Para nadie es un secreto que la corrupción es parte de la naturaleza humana y que para combatirla se necesita no solo de leyes que la castiguen y de jueces que apliquen esas sanciones, sino también de códigos morales y referentes de conducta que permeen en la sociedad para hacer cada vez mayor la intolerancia frente a la misma.
Decimos esto porque, aunque según datos de encuestas recientes el porcentaje de personas que entienden que la corrupción es un problema fundamental del país supera el 70%, existen grandes desviaciones que llevan a muchos a pensar equivocadamente que ciertas acciones no son malas o que no hacerlas significa ser un tonto.
Así como establecimientos de uso público han debido colocar letreros para indicar a sus visitantes aun acaudalados que si desean llevarse artículos del mismo deben pagar el costo, una forma elegante de sugerir que se trataría de un hurto, lo que ha disminuido significativamente esa mala práctica; deberíamos educar a los funcionarios y a la población para que cada vez se entienda más que extraer beneficios derivados de un cargo público mediante actos que representan conflictos de interés, tráfico de influencias o nepotismo es corrupción.
Lejos de esto lo que hemos visto es cómo personas que llegaron a ocupar posiciones públicas con humildes patrimonios personales y que no tenían una trayectoria empresarial previa a su participación política, repentinamente se convirtieron en acaudalados empresarios y pretenden alegar que esos bienes son producto de su éxito empresarial, cuando todos sabemos que el mismo tiene como única explicación la utilización del poder político para su propio lucro.
De igual forma vemos cómo otros políticos que, aunque no se han dedicado a ser parte directamente de actividades empresariales, llevan un estilo de vida al igual que su familia que no guarda relación con lo que se supone son sus haberes, y lo peor es que nada sucede.
Por eso el ya gastado argumento de que hemos aprobado como país un catálogo legal contra la corrupción ha perdido efectividad, puesto que lo que la población requiere es que se apliquen esas leyes y cese la impunidad, no que sigamos utilizándolas como meros objetos decorativos.
Por eso no sorprende que en relación con el caso ODEBRECHT, el mayor escándalo de corrupción que se ha llevado a nuestros tribunales, más del 80% de la población entienda que no están incluidos todos los que deberían y más de un 60% desconfíe de que la justicia condenará a los pocos imputados.
Y es que a pesar de la doble moral que exhiben algunas autoridades y políticos hay cosas que son difíciles de tapar y más en esta bautizada como civilización del espectáculo en la cual vivimos, por eso deben comprender que no ganarán nada colando mosquitos mientras se sigan tragando los camellos.