Lo del 8 de abril en Jet Set no fue un accidente. Fue una confesión. No se cayó un techo: se desplomó un país hecho de remiendos, cemento vencido y discursos de yeso. Y ustedes lo saben. Ustedes lo han visto antes. Ustedes lo han permitido siempre.

Aquí no se derrumbó solo una estructura. Cayó un símbolo: el del país improvisado, parchado, cínico, donde todo lo importante se trata con la ligereza de un meme. Un techo con más filtraciones morales que grietas estructurales. No fue la humedad. Fue la podredumbre institucional. La misma que ustedes, cada uno en su turno, alimentaron con decretos, con pactos, con indiferencia.

¿De verdad no les da vergüenza? ¿No sienten nada cuando ven esas imágenes de cuerpos bajo los escombros, de familiares esperando respuestas, de técnicos balbuceando excusas? Este no fue un acto de Dios, fue un crimen con planos, firma y sellos del Estado. Y como siempre, nadie sabe nada. Nadie vio nada. Nadie asume nada.

La historia dominicana reciente se escribe con ruinas. Polyplás. La explosión en San Cristóbal. El paso a desnivel de la Gómez. La tienda en La Vega. ¿La constante? La impunidad. La promesa rota. El minuto de silencio que dura menos que un trending topic. Aquí el luto es fugaz, la memoria débil y la indignación un lujo de clase media tuitera.

Mientras tanto, ustedes van a inauguraciones, cortan cintas, se retratan en obras que no resistirán la próxima lluvia. Se felicitan entre ustedes. Y cuando muere gente, se esconden detrás de comisiones, peritajes y comunicados escritos por pasantes sin alma. El pueblo no quiere condolencias: quiere consecuencias.

Se los digo claro: el país está cansado. No de las tragedias. De que no pase nada después. De que nadie pague. De que la justicia tenga tarifa. De que gobernar sea solo administrar el colapso con buena prensa.

¿Quieren hacer algo histórico? Aprueben el Código Penal. Uno decente, sin mordazas ni regalos al fanatismo. Refuercen las normas. Limpien las instituciones. Pongan a alguien serio a revisar los planos. Y sobre todo: escuchen. No al empresariado. No a los asesores. A la gente. A la que entierra muertos mientras ustedes calculan el costo político del silencio.

Porque si no hacen algo ya —algo real, algo digno—, lo que se desplomará no será un local de baile: será el poco respeto que aún les queda. Y ese colapso, señores, no lo salva ni Dios con casco de ingeniero.
Pónganse del lado del país. O al menos, háganse a un lado.

Porque hasta la paciencia dominicana tiene fecha de vencimiento.

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