El 31 de diciembre tiene algo especial, más allá de las luces y el bullicio de la celebración, es un día para mirar atrás con gratitud y hacia adelante con esperanza. En medio de esa pausa, dedico esta Pincelada a mis mellas, como un regalo de fin de año.
De pequeñas, La Gorda y La Chiquita eran “iguales, pero diferentes”. La Gorda, siempre robusta y llena de energía, se convirtió en la delgada y elegante joven que es hoy. La Chiquita, frágil en su infancia, floreció con una fortaleza inusual. Ambas se han convertido en mujeres trabajadoras, inteligentes y que transitan sus propios caminos.
Aunque no siempre fue fácil. De niñas, sus días estaban marcados por visitas al médico y cuidados constantes. Era un “corredero” cada vez que se “apretaban del pecho”: primero una, luego la otra. Hoy, en cambio, tienen una salud más fuerte, como si la vida les hubiese enseñado a forjarse en el fuego de sus propias dificultades. Quizá esa fortaleza tiene raíces en las noches que compartimos lecturas. De niñas les leía fragmentos de Las mil y una noches, con su magia interminable, y de El Quijote, donde aprendimos juntos que los sueños imposibles son los más valiosos y que debemos cabalgar tras ellos. También navegamos en la fragata La Hispaniola de la mano de Stevenson, buscando La isla del tesoro, y dimos la vuelta al mundo con Phileas Fogg y Jean Passepartout. En poesía no faltaba Martí, del cual se sabían de memoria algunos fragmentos. También, les leía a Neruda y a Miguel Hernández.
Luego, cuando ellas crecieron un poco, solo querían leer un libro. Recuerdo cuando llegaba y les decía: “Bueno, vamos a leer, busquen el libro que quieran”, corrían juntas a la biblioteca y traían siempre El Principito. Tanto les gustó que debí comprarles un ejemplar para cada una. Esa obra, pequeña en extensión, encierra lecciones que espero les hayan quedado: “lo esencial es invisible a los ojos”, y las cosas importantes se cultivan con amor y paciencia.
Y, en música, cada vez que escucho a Sabina, me llegan sus voces infantiles entonando una de sus canciones conmigo. Casi puedo escucharlas de nuevo: “Papito, pon la del pirata cojo”.
Hoy, que inician un nuevo capítulo de sus vidas, quiero recordarles algunas cosas que valen la pena atesorar. Primero, que nunca dejen de leer. Los libros son “una trinchera para tiempos de guerra y un paraíso para tiempos de paz”, como leí recientemente en un artículo. Segundo, que sean pacientes. La vida no siempre es fácil, pero siempre merece vivirse, pues cada obstáculo tiene su propósito. Y tercero, que cuiden los valores que las hicieron llegar hasta aquí: la bondad, la gratitud y el amor familiar.
El tiempo ha pasado más rápido de lo que imaginé. Las mellas, que ayer parecían tan pequeñas y vulnerables, hoy me llenan de orgullo y son ya “casi tan viejas como yo”, y dentro de poco, de seguir así, serán “más viejas que yo”.
Finalmente, si pudiera desearles algo para el próximo año y los que vendrán, sería: que encuentren alegría en los pequeños momentos, fortaleza para los días difíciles y que nunca, nunca, dejen de soñar.
Con amor, Su Papito.