La sempiterna crisis haitiana desafortunadamente vive uno de sus momentos más angustiantes, puesto que si la continua inestabilidad política y la precaria institucionalidad ya hacían imposible que se lograran consensos para asegurar su gobernabilidad y se tomaran decisiones como las que su régimen político de democracia parlamentaria requiere, en medio de la emergencia sanitaria mundial fueron venciendo los mandatos de sus diputados y senadores sin que se celebraran elecciones para elegir los nuevos funcionarios electos, situación que se agravó con el magnicidio del presidente Moïse hace ya casi 15 meses, provocándose así una ausencia de autoridades legítimas y una falta de liderazgo, lo que ha hecho su territorio presa, y a su población víctima, de las más despiadadas pandillas.
Parecería que nada por más extremo que sea podrá hacer que una mayoría importante del pueblo haitiano, de los que habitan allí, o los que se han visto forzados a emigrar, y de los que mantienen sus tentáculos ahí aunque residan cómodamente en otros lares, sea capaz de impulsar una solución al colapso de esa sufrida nación.
Aunque en muchas ocasiones se ha pensado que ante la magnitud de los problemas, emergerá la sensatez que permita aceptar que el excesivo orgullo les ha nublado la razón y la visión, que 218 años después de su independencia lograda luego de la insurrección de su población esclava, sus males no pueden seguir siendo solamente culpas ajenas, y que el mayor precio que han pagado quizás no fue la millonaria indemnización que tuvieron que aceptar sufragar a los colonizadores franceses para que lo reconocieran como país independiente, sino el que han debido pagar con muertes, pobreza extrema, atraso y emigración como única oportunidad de desarrollo; no ha sido el caso.
A pesar de que nuestro gobierno ha hecho bien en forzar que la comunidad internacional enfoque su mirada en la caótica y difícil situación haitiana, facilitado por las apocalípticas escenas de violencia que se viven en ese país donde nadie realmente es autoridad legítima y mandan aquellos que siembran miedo y muerte, lo que ha obligado a la mayoría de los países a evacuar sus representantes diplomáticos y consulares y a urgir a sus ciudadanos a salir de Haití, de lo único que podemos estar seguros al momento es que todavía no ha surgido en el vecino país una conciencia generalizada capaz de aceptar que no será una solución a sus males seguir haciendo lo mismo que han hecho antes sin lograr más resultados que poner paños tibios y torniquetes a una herida para intentar mitigar el dolor y el sangrado, a sabiendas de que sin detener la hemorragia y la infección, las consecuencias serán fatales.
Distinto a lo que sucede con el organismo humano, los países pueden enfermar, caer en coma y hasta colapsar sin que por esto dejen de existir, y pueden caer en un terrible círculo vicioso en el que pasen de una crisis tolerada a una crisis insoportable según la cantidad de oxígeno que puedan recibir, mientras el interés de los demás países oscilará entre acostumbrarse a esa irremediable situación, o abrir los ojos cada vez que surge un nuevo evento extremo, para intentar nuevamente propiciar una salida, aunque el escepticismo y los fracasos les resten creatividad.
La soberanía nacional limita las posibles opciones de soluciones, pues ninguna sería viable si no cuenta con el aval de la sociedad haitiana, sin que siquiera se tenga claro quiénes son sus representantes, y por eso la impostergable ayuda de la comunidad internacional ante la desesperante situación que los afecta corre el riesgo de terminar sirviendo únicamente para ponerle un nuevo tanque de oxígeno mediante asistencias económicas y humanitarias, que intenten paliar sus dificultades y fortalecer en cuanto posible sus débiles instituciones como la policía, tratando de que sea capaz de poner algo de control en un país que han tomado por asalto los pandilleros, el cual si no se erradican de raíz sus males continuará siendo Estado de nadie y territorio a la merced de piratas, abusadores y criminales.
Ojalá los haitianos comprendan que quien está atrapado en un callejón sin salida para salvar la vida no puede permanecer dando vueltas infructuosas intentando encontrarla, y necesita montarse en lo que le permita salir, al menos hasta llegar a puerto seguro.