En la antigua Grecia la música fue concebida como un arte que permeaba la vida social. A partir de las retroalimentaciones recibidas por la publicación del artículo música y educación, el pasado lunes uno de julio en esta columna, se infiere que existe la necesidad de repensar el valor de la música como herramienta educativa en contraparte de algunas canciones ofensivas al pudor y promotoras de antivalores.

En atención a lo anterior examinaremos algunos planteamientos de Arístides Quintillano, recogidos en el libro Sobre la música, de editorial Gredos, en cuya introducción se lee: “La práctica musical, la poesía y el teatro ocuparon un lugar privilegiado en la vida ciudadana, en la época clásica, por el reconocimiento de su poder efectivo y ético se le consideró una actividad prioritaria en la educación de los niños”. Lo expuesto guarda relación con lo señalado en el artículo anterior acerca del poder de la música y su potencial educativo.

Nos preguntamos entonces: ¿Estaremos a tiempo de recuperar ese poder ético que se le atribuye a la música? ¿Cómo podrá la escuela y la familia lidiar con el derroche de obscenidades y vulgaridad exhibidas por algunos sujetos a quienes les reconocen como artistas, incluso, les otorgan reconocimientos?

Las respuestas son un enigma. Al parecer estamos ante un libre albedrío que se ha salido de control y nadie toma las riendas de su regulación. Sin embargo, contar con enfoques como los de Quintillano y la notable preocupación de algunos ciudadanos resulta ante todo esperanzador.

Finalmente, en el libro se establece una relación entre música y espíritu, lo que resalta su poder, pero lo que lo hace merecedor de atención es dedicar un capítulo a la educación mediante la música, porque además de corroborar los planteamientos anteriores, es al mismo tiempo un llamado de atención que nos invita a preguntarnos ¿Está la música cumpliendo esta función educativa?

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