A hora que entramos en un año electoral y que la campaña de los candidatos y partidos lleva meses permeando nuestra cotidianidad, es relevante preguntarnos sobre la salud y naturaleza de nuestra democracia. Desde nuestra primera experiencia democrática el 20 de diciembre de 1962 las elecciones dominicanas han padecido graves perversiones como las de 1966 o 1994, hasta que pudimos consolidar un mecanismo que garantiza cierto grado de fidelidad a la voluntad popular en el resultado que arrojan. Por supuesto siempre mejorable.
En democracia representativa, sea presidencial o parlamentaria, su propósito es que los ciudadanos y ciudadanas electos actúen en función de las necesidades de sus electores y como la mayoría de nuestro pueblo es pobre, es justo esperar que el principal desvelo de los funcionarios electos para el poder ejecutivo, congresual y municipal sea extinguir la pobreza.
El poder en democracia siempre está en manos del pueblo, antes, durante y después de cada certamen electoral, pero por la forma en que nuestra sociedad está organizada ese hecho es completamente ignorado. Poder tienen aquellos que controlan la economía por el tamaño de sus inversiones, el Estado, las cúpulas de los partidos mayoritarios, las instituciones que se denominan poderes fácticos (como la prensa o las iglesias) y por algunos gobiernos extranjeros, sobre todo Estados Unidos. No es de extrañar que quitar la visa americana sea considerada una pena más grave que una década de cárcel.
Enrique Dussel en su obra 20 tesis de política señala que la naturaleza misma del ejercicio político de los actores electos es lo que él llama el ejercicio obediencial. Quienes asumen posiciones públicas, fuera de manera electa directamente o designados, deben obedecer al pueblo, la fuente del poder, y a sus intereses más relevantes.
Evaluar éticamente a todos los funcionarios del Estado parte del criterio esencial de en qué medida obedecen la voluntad del pueblo, sobre todo de la mayoría más pobre. Con esa medida debemos acudir a votar.