El pasado lunes 27 de marzo se publicó en esta columna el artículo titulado “El respeto a la diversidad desde el aula”. Sirve de introducción y contexto para comprender la inminente necesidad de promover una cultura de paz y respeto mutuo desde la escuela partiendo de las diferencias que en ella confluyen.
Tal como lo expresa Maalouf, escritor franco–libanés, autor del libro Identidades asesinas, al que me referí también en el artículo anterior, cuando un hombre ve amenazada su “pertenencia” (religión, lengua, etnia) es decir, elementos que conforman su identidad, se corre el riesgo de que sus sentimientos muten y que lejos de identificarse con la patria que le acoge, desee incluso su derrota. Me pregunto entonces, si como país necesitamos aliados o enemigos.
Es en este contexto en el que emerge la necesidad de propiciar desde las escuelas un diálogo abierto entre culturas y la apuesta por la formación de sujetos capaces de abrazar las diferencias y solidarizarse con el otro más allá de las fronteras locales, o lo que en palabras de la filósofa estadounidense Martha Nussbaum sería “educar ciudadanos del mundo”.
Una conclusión que emerge del libro de Maalouf es que ninguna identidad, con todo lo que ella implica, es superior a la del otro. Entender esta postura es una tarea retadora y desafiante que implica la escuela. Pues resulta que, tal como lo expresa el citado autor: “Muchas veces, la identidad que se proclama está calzada -en negativo- en la del adversario”.
En definitiva, conviene reflexionar desde la escuela en el pensamiento de Maalouf que versa: “Puedo tener en común muchas de mis pertenencias con otros, sin embargo, no encontraré en el mundo otro ser que comparta exactamente todas sus pertenencias conmigo”. Pues cada uno tiene sus individualidades, fruto del conjunto de experiencias particulares que configuran su identidad.