No es necesario ir tan atrás en el tiempo, con Platón y Aristóteles, para darnos cuenta que la vida en sociedad demanda un aprendizaje que no es parte de nuestra herencia genética.
Ser ciudadano es una de las conquistas culturales más avanzadas de la especie humana, nos aleja de la lucha salvaje por la alimentación, la reproducción o la seguridad contra otros miembros de la comunidad.
Y esa ciudadanía en la plenitud que permite la democracia también nos substrae del miedo al tirano y nos responsabiliza en el cumplimiento de nuestros deberes y la defensa de los derechos de todos los que componen la sociedad en particular y la humanidad como espacio general.
Es razonable esperar que el civismo tenga en el hogar su primer aprendizaje, pero es en la escuela donde su enseñanza se debe formalizar y sistematizar para garantizar futuros ciudadanos acoplados a una vida en torno al bien común.
El Estado de derecho articulado en la Constitución, y las leyes subalternas a la misma, es cuestión obligada de aprendizaje para todo niño y joven en el proceso escolar. De igual relevancia debe estimularse el cultivo del criterio ético a la hora de enfrentar los dilemas sociales y personales no sancionados legalmente.
Si la educación cívica ha tenido éxito se demostrará en la práctica de vida de los egresados de las escuelas y universidades.
Su sentido fraterno frente a los más empobrecidos como consecuencia de las desigualdades socio-económicas, la entereza en el cumplimiento de las leyes sin importar si le beneficia o perjudica, el respeto a los compromisos familiares, laborales o sociales que asuma, la veracidad en sus testimonios y la coherencia en su conducta privada, familiar y pública.
Evaluar ese conjunto de prácticas es lo que nos permitirá considerar como pertinentes y efectivas las lecciones de civismo aprendidas en el hogar y la escuela.