La familia, el contexto donde un ser humano crece y se forma, el lugar donde el niño desarrollará sus sentidos de pertenencia, individualidad e independencia, donde modelará el ser social del futuro. Un ambiente de protección, con espacio para negociar y por encima de todo para amar. La familia da al individuo raíces para crecer y alas para volar.
Para lograr un crecimiento físico e intelectual armonioso, ese ambiente debe estar definido y estructurado, para que el individuo reconozca los deberes y derechos que le corresponden en cada etapa de su crecimiento. Hablar de disciplina con amor pudiera causar asombro, pues culturalmente, la palabra disciplina está asociada a formas autoritarias para corregir y establecer reglas y límites. En nuestro sistema familiar se tiene la creencia de que hay que ejercer una disciplina basada en el miedo hacia las figuras de autoridad, los padres. Sin que esto deje de ser contradictorio, sabemos que hay que disciplinar porque es necesario asumir responsabilidades y respeto para manejarse con los demás. Sin embargo, el amor tiene que estar presente a la hora de ejercer esa disciplina. Se preguntarán: ¿Por qué?
Porque los seres humanos somos los únicos que necesitamos cuidados especiales durante más de un año. Los neonatólogos modernos recomiendan que no se separe al niño de la madre durante el período de lactancia, manteniendo contacto piel con piel con el niño. Esto es reforzado por los psicólogos que establecemos que, durante esta etapa, entre el embarazo y el primer año se forma el apego, el vínculo afectivo entre madre/hijo, ya que será la base para establecer las demás relaciones durante su desarrollo. De allí la importancia de disciplinar con amor.
La Disciplina positiva permite a los padres desarrollar la capacidad para entender la forma como los hijos expresan sus emociones, y apoyarlos para que aprendan a manejarlas de forma tal que puedan relacionarse armoniosamente con ellos mismos y con los demás.