La tiranía trujillista constituyó el régimen más sanguinario de toda Latinoamérica. Solo hay que leer Versainograma a Santo Domingo de Neftalí Reyes para convencerse de que esto es así. Su violencia traspasó las fronteras las naciones; así lo evidencian el atentado contra Rómulo Betancourt en Venezuela, el secuestro a Jesús de Galíndez en New York, el asesinato de Mauricio Báez en Cuba solo por citar unos ejemplos. El pueblo se empantalonó y enfaldó, puso fin a la tiranía trujillista, pero no hubo, ni hay una Comisión de la Verdad que estableciera los responsables. No se da una real transición hacia la democracia. El intento de gobierno democrático encabezado por Juan Bosch fue truncado.
La política norteamericana hacia el Caribe centró toda su atención en República Dominicana. Se procuraba, a todo precio, evitar otra experiencia similar a la cubana en este territorio.
Es esta obcecación la que lleva a escoger a Joaquín Balaguer en 1966 como presidente, siendo este personaje quien acompañó a Rafael Leonidas Trujillo en su dictadura de 31 años.
Muy a pesar de la forma atropellada y anormal en que Balaguer fue electo, él era un caudillo con complejo de mesías y redentor de este pueblo al cual sometió a las más cruentas desazones y que, mal gobernó a este por 22 años entre 1966 y 1996. En los 12 años de Balaguer se cometieron crímenes tan y más atroces que los cometidos en la dictadura de Trujillo. Hubo una persecución, sin miramientos, en contra de los actores sociales que luchaban en contra de las decisiones insensibles de este nuevo régimen que creó una nueva legión de intocables.
Frente a esta realidad descrita, hay una culpa expresa de los historiadores dominicanos que, en sus estudios y publicaciones, obvian tratar los atropellos de personeros Balagueristas que por sus apellidos y nombres gozaron de una especie de inmunidad que la historia convirtió en impunidad. Todos se convirtieron en excluidos de los relatos y el dictamen de la historia les ha resultado benévolo.