A pesar de que fue dejada en el tintero la iniciativa de modificar la Constitución, nada empece reconocer que el tema sigue causando estridencia, tanto en el espectro de la sociedad política como en el imaginario de la gente pedestre, dando pábulo incluso a la rendición de pleitesía hacia la cultura jurídica de la nación norteamericana, cuya Carta Magna, aun cuando data de 1787, suele mantenerse estructuralmente inmutable, considerándose entonces como la más antigua del constitucionalismo dieciochesco.
Sin vana pretensión de hacer añicos semejante aserto, resulta muy apropiado aprovechar la ocasión, a propósito de la discusión atinente a dicho tema, para pergeñar algunas ideas en pos de elucidar las asimetrías entre enmienda y reforma constitucionales, y tras de sí que sea cada lector el jurado de su criterio sobre la verdad o mendaz de la inmutabilidad o variabilidad de la Ley sustantiva estadounidense.
En materia legislativa ordinaria u orgánica, tal como consta en las entradas léxicas de los principales diccionarios sobre dogmática jurídica, la enmienda, como noción científica ínsita en este vasto saber de vieja data, denota el trámite parlamentario seguido durante el proceso de debate, dado en la asamblea unicameral, o bien en el bicameralismo, frente a determinado proyecto de ley presentado originalmente para colmar lagunas previas o eliminar entuertos pro mejora de la iniciativa antes de aprobarse.
Ahora bien, cuando se trata de las garantías tuitivas de una Constitución, cabe hablarse entonces de varias vías de derecho, tales como la justicia atinente a esta materia y como último recurso instrumentalizado cabría abrirse otros procedimientos válidos para acceder a la revisión de la Carta Magna de la nación jurídicamente organizada en Estado, cuyos mecanismos legales en el constitucionalismo latinoamericano suelen traducirse en tres iniciativas previamente juridificadas, las cuales son enmienda, reforma y constituyente.
De la premisa anterior, hay que precisar que la enmienda como vía de derecho sustantivo quedó consagrada por vez primera en la cultura jurídica anglosajona, por cuanto fue insertada en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica de 1787 para modificar la consabida Carga Magna, y hasta ahora cabe contarse veintisiete (27) cambios introducidos a dicho pacto fundamental, permaneciendo en su versión original, a través de igual número de textos añadidos, cuyo contenido ha versado sobre derechos humanos, salvo la revisión vigésimo segunda que vino a sumarse en 1947, a fin de instituir en la Ley suprema de la nación la prerrogativa ciudadana de que una persona pueda ser elegida Presidente de la República y optar posteriormente por otro período gubernamental consecutivo, cerrando por siempre su carrera política.
Como fuente consultiva, el constitucionalismo forjado en estos países en vía de desarrollo ha tenido que abrevar en semejante documento magno de origen angloamericano, de donde extrapoló hacia su cultura jurídica la figura de la enmienda como procedimiento usable para modificar uno que otro de los textos de una Ley fundamental, a través de la introducción o sustitución de determinados artículos normativos, a título correctivo, aditicio o perfectivo, sin tocar su estructura original, por cuanto todo lo nuevo suele agregarse como apéndice en la parte ulterior del contenido primitivo.
Empero, la reforma, tal como su prefijo lo sugiere, implica volver a la raíz de similar documento oficial para dotarlo de una nueva forma en su reingeniería social, innovando o renovando su contenido estructural, a través de una modificación parcial, pero sin mutar la esencialidad material de la Carta Magna. Esto así, porque la total revisión implicatoria de la absolutez del núcleo duro, requiere entonces la asamblea constituyente, siempre que este mecanismo haya sido previamente reservado por dicho fin en la Ley fundamental de la nación jurídicamente organizada en Estado.
Y finalmente, urge expresar que nuestro constitucionalismo hizo de la reforma la vía unívoca para modificar 39 o 40 veces la Carta Magna, desde 1854 en adelante, a través del coyunturalismo político como catalizador propiciatorio de la reelección presidencial, trayendo consigo que los pletóricos cambios introducidos a la Ley sustantiva tiendan a verse como torticeros de la institucionalidad democrática, resultando entonces muy válido revivir a José Ortega y Gasset en su ideario filosófico, quien dijo una vez que hay malas prácticas, por cuya hechura naturalizada, suelen convertirse aviesamente en normas consuetudinarias.